Era la única, o al menos eso es lo que yo creía.
Cuando algunas personas comenzaron a desaparecer, las autoridades no hicieron nada. Recuerdo las marchas, pidiendo que hicieran algo, los gritos desgarradores.
A pesar de aquellos sucesos, la vida continuaba, ¿Verdad? Pues no, esa era la realidad, la vida no continuaba, no allí.
Las desapariciones se volvieron constantes, a tal punto de que las ciudades quedaban deshabitadas en cuestión de días.
No comprendíamos nada. Y entonces ocurrió. No estaban, mis conocidos. La desesperación crecía en mí. No había población en Boston. En la tierra. Hasta que, un día, escuche golpes, la esperanza inundo mi ser. Un chico, balbuceaba que era el fin del mundo, y decía que ellos, los de bata blanca se lo dijeron. Lo corrí de mi casa, ¿Bromista? No lo sé. Pero, al fin y al cabo, decía la verdad.
Tres días después, volví a escuchar golpes, con miedo de que fuese aquel loco, abrí la puerta, con cautela. Pero no era él, eran ellos. Los de bata blanca, ¿Científicos? Quizá.
Me dijeron que los acompañara, y lo hice. Daba igual, ¿Qué perdía? ¿La vida? Eso no era vida.
Subimos a una nave.
Tiempo después habíamos llegado a Limburg.
El planeta tierra estaba colapsando, ellos me dijeron que en el otro lado del mundo, las personas morían asfixiados, porque los árboles habían sido talados.
Debido a aquello, decidieron buscar alternativas para que la especie humana sobreviviera. Y entonces apareció Limburg, un planeta que contaba con su propio sol y su propia luna. Completamente habitable.