Jeongin apartó de un manotazo la mano de San.
—¿Y ya está? ¿Crees que con un “lo siento” se arregla todo?
El chico resopló y se pasó la mano por la cara. Sus ojos de color avellana lo contemplaban inyectados en sangre; demasiada cerveza. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró y sacudió la cabeza, irritado.
—¿Y qué quieres que haga, cariño? Te he pedido perdón un millón de veces. No sé qué más quieres de mí.
—¡Que contestes a la maldita pregunta con sinceridad! —le espetó Jeongin con una mirada asesina—. ¿Por qué, San? Solo dime por qué.
San suspiró y sacudió la cabeza otra vez. Levantó los ojos hacia él y se encogió de hombros.
—Él no significó nada. Ni siquiera recuerdo cómo acabamos en mi coche. Estaba tan borracho que no me enteré de nada. Pasó, y yo me siento fatal desde entonces, no soporto haberte perdido.
Jeongin bajó la mirada, cada vez más convencido de que no había sido buena idea hablar con él. Seguían en el misma espiral de acusaciones y excusas, y no tenía pinta de que fueran a terminar.
Se estremeció cuando San le acarició la mejilla y después los labios, pero esta vez no fue por la anticipación; ahora su contacto le resultaba desagradable. No sabía si era por la rabia que sentía o porque la magia se había roto y ya no notaba esas mariposas en el estómago cuando lo tenía cerca. Ahora solo deseaba que se alejara y le dejara espacio.
—Vuelve conmigo —musitó él, deslizando los dedos por su brazo.
—No puedo. —Suspiró cansado—. ¿Y qué pasa con él? ¿No te preocupa si para Félix sí significó algo?
—¿Y qué importa? —Su voz era profunda y suave, pero muy fría, como si aquella conversación lo aburriera.
—A mí me importa.
—Pues no debería —alzó la voz. Dejó caer los brazos—. Él no me interesa. Ni siquiera me gustó. Tú y yo habíamos discutido por el tema de acostarnos. Me fui hasta ese bar y bebí demasiado…
—Y como no pudiste hacerlo conmigo, lo hiciste con él… ¡con Félix! —Se cruzó de brazos y apartó la mirada.
San se acercó y le acarició el hombro. Jeongin se deshizo de su contacto.
—Innie, por favor, olvidemos todo este asunto, podemos hacerlo. Yo te quiero.
—Pues vaya forma de demostrármelo —murmuró él.
—Si me das otra oportunidad, te juro que no te arrepentirás. Seré el novio que te mereces, mucho más. ¡Vamos, cariño, piensa en el futuro! En septiembre irás a Columbia, estaremos juntos y será perfecto —susurró, sujetándole las caderas—. Tú y yo estamos hechos para estar juntos. Tus padres me adoran y los míos te adoran a ti. Ya soñaban con vernos casados cuando solo éramos unos niños. No podemos hacerles esto.
Jeongin experimentó una extraña sensación.
—¿Casados? —preguntó alucinado. Era la primera vez que oía esa palabra en labios de San. De repente, sintió vértigo.
—Claro que sí. ¿A dónde crees que lleva lo nuestro? Eres el novio perfecto y algún día serás el esposo perfecto. Solo mío.
Jeongin lo miró sin dar crédito a lo que estaba oyendo. La actitud de San era tan cínica que resultaba ofensiva. Se comportaba como si no hubiera hecho nada reprochable.
—No sé, San, tengo que pensarlo. Para mí no es tan fácil olvidarlo todo —dijo Jeongin, apartando la cara para evitar que lo besara.
—No pienses —musitó él, tomándole el rostro entre las manos. Lo besó en la boca y luego recorrió su cuello con los labios—. Olvida el tema y vuelve conmigo. Sé que aún me quieres —jadeó sobre su piel mientras le deslizaba una mano por el interior de sus muslos.
—Para, San —le ordenó Jeongin, tratando de sujetarle el brazo para que no ascendiera. Una vez, no hacía mucho, San le había parecido atractivo y encantador. Ahora se comportaba como un baboso.
—Sé que me deseas, lo que tenemos es especial. Yo lo sé y tú lo sabes.
Le rodeó la cintura con firmeza y tiró de Jeongin hacia él, presionando sus caderas juntas.
—Déjame…
—Vamos, cariño.
Se oyeron unos pasos en la gravilla y percibieron la sombra de alguien que doblaba la esquina del bar.
—Eh, San, Yunho y las chicas quieren ir a los billares, ¿Se apuntan? —preguntó Wooyoung, uno de los chicos que acompañaban a San.
Choi masculló una maldición y se apartó de Jeongin. Se giró hacia Wooyoung con un rictus de enojo. Movió la cabeza imperceptiblemente y su amigo dio un paso atrás, alzando las manos en señal de disculpa.
—Desaparece —ordenó San con un tono glacial.
—Lo siento, amigo —se excusó el chico, y salió de allí como un rayo.
San se giró hacia Jeongin esbozando su mejor sonrisa, pero él ya no estaba.
—¡Mierda!
Jeongin salió a toda prisa del aparcamiento. Jisung tenía razón, no se podía confiar en San, nunca debería haberlo hecho. Era evidente que él no le daba la misma importancia a lo sucedido. Catalogaba de error lo que para Jeongin había sido la peor traición de toda su vida. ¿Cómo iba a seguir al lado de un chico en el que no podía confiar? Se volvería loco pensando si lo iba a engañar otra vez, si de verdad lo quería tanto como afirmaba. Pensar en el futuro con alguien así era imposible, al menos para él.
Tenía que ser fuerte y no dejarse convencer. Lo tenía todo en su contra: sus amigos, sus padres…, medio pueblo trataba de mediar para persuadirlo de que regresara junto al mejor partido de todo el condado. ¿A nadie le importaba la razón por la que habían roto? Porque tenía la sensación de que allí el único culpable era él por no hacerse el tonto y colocarse una venda en los ojos que borrara todos los defectos del chico predilecto de la ciudad.
El rugido de un motor lo sobresaltó, sacándolo de golpe de sus pensamientos. De repente, se dio cuenta de que caminaba solo por la carretera en medio de una oscuridad absoluta, rota tan solo por la luz amarillenta de las farolas. Un coche oscuro pasó a toda velocidad, frenó de golpe unos metros más adelante y dio marcha atrás. Jeongin se quedó paralizado por el miedo, que lo asaltaran sería el broche perfecto para esa noche. Respiró hondo y se recompuso, aparentando una tranquilidad que no tenía. Continuó caminando. El vehículo frenó justo a su lado y la ventanilla del copiloto bajó.