¿Cómo puede haber pasado una semana tan pronto?, pensó Jeongin al oír la voz de su madre ascendiendo desde el vestíbulo, e inmediatamente se arrepintió. La adoraba, pero era una mujer con unos problemas de personalidad preocupantes. El famoso complejo de Peter Pan se quedaba a la altura de un simple dolor de cabeza en lo que a su madre se refería. No asumía el paso del tiempo. Para ella, el mundo se había detenido en aquellos años de instituto en los que había sido la reina del baile, la reina de la belleza y la reina del quarterback del equipo. La chica más popular de Busan.
La relación que mantenía con ella no era sencilla. Sentía que tenía una hermanita pequeña a la que debía controlar, y no una madre. Su padre la justificaba continuamente y hacía oídos sordos a las evidencias.
Jeongin conocía el motivo por el que él se comportaba así: se sentía culpable por haberle cortado las alas, algo que su madre le recordaba cada vez que tenía ocasión. Se había convertido en una experta en manipularle. Como si ella no hubiera hecho nada en aquella fiesta, en la que sus vidas cambiaron para siempre al concebir un bebé bajo los efectos del alcohol. Primer año de universidad, de hermandades, de libertad; y nueve meses después cargaban con un bebé regordete y llorón de enormes ojos negros.
Su padre continuó estudiando para poder licenciarse y conseguir un futuro para su nueva familia; y su madre regresó al pueblo para ahogarse entre pañales y biberones. Ahora vivía esa juventud que no había tenido, y no era malo que lo hiciera, porque solo tenía treinta y nueve años. El problema residía en el modo que lo hacía. Un modo del que Jeongin se avergonzaba en muchas ocasiones.
—¡Hola, Dahyun! —saludó desde la escalera. Ahora ni siquiera le permitía llamarla mamá, sino por su nombre de pila. Forzó una sonrisa y bajó los peldaños para abrazarla.
—¡Oh, hola, Innie!
—¿Qué tal tus vacaciones?
—Maravillosas —respondió con su sonrisa perfecta—. Ese balneario es estupendo y los tratamientos casi milagrosos.
—Pero tú no los necesitas. Eres preciosa, ma… —se corrigió a tiempo—, y maravillosa.
Su madre sonrió y volvió a abrazarlo.
—Tú sí que eres maravilloso, aunque deberías cuidarte un poquito esas ojeras —la reprendió como si hubiera cometido un delito de primer grado. Suspiró y se pasó la mano por la frente—. Estoy cansada. Creo que subiré a echarme un rato. ¿Podrías subir las maletas, mi amor?
—Por supuesto, cariño, enseguida —respondió de inmediato su padre, que intentaba cruzar el umbral con dos maletas enormes en las manos y una tercera colgando de su hombro.
Aquello hizo que Jeongin pusiera los ojos en blanco. Los despidió y se dirigió a la cocina a por algo frío que beber. Ese verano estaba siendo uno de los más calurosos que recordaba, y la temperatura no hacía más que subir. Encontró a Jiwoo limpiando unos tarros de cristal que iba guardando meticulosamente en una caja de cartón.
—¡Buenos días! —saludó Jeongin.
—Buenos días.
Jeongin abrió la nevera y sacó una jarra de té helado. Se sirvió un vaso y, mientras bebía, observó a Jiwoo. Le apenaba que una mujer tan joven y guapa tuviera siempre esa expresión triste y cansada, y la sonrisa de una anciana que considera que su vida ya no puede aportarle nada especial. Era el rostro de una persona que ya no tiene deseos. Se preguntó qué clase de vida habría tenido.
—¿Qué tal estás, Jiwoo? —preguntó.
La mujer levantó la vista de la caja y lo miró.
—¡Bien, gracias! —Sonrió y sus ojos brillaron un momento.
“Tiene los mismos ojos que Hyunjin, y el mismo pelo”, pensó Jeongin. De nuevo estaba allí el nombre en el que no quería pensar, en el que no debía pensar, y que no lograba apartar de su mente.
—No hemos hablado desde… desde lo que pasó. Y… bueno… ni siquiera te has tomado unos días para descansar. ¿De verdad estás bien? No puedo imaginar por lo que estarás pasando —comentó con ansiedad.
Jiwoo dejó de frotar el tarro de cristal y apretó los párpados un momento.
—Eres un buen chico, Innie. No cambies. —Se dio la vuelta y se acercó al fregadero, donde humedeció el paño, y añadió—: He perdido a un hijo, claro que no estoy bien. Siento que me han arrancado el corazón y que me dolerá mientras viva, pero no me queda más remedio que seguir adelante. Tengo otro hijo… Hyunjin me preocupa mucho y… me necesita. La muerte de su hermano ha sido un golpe muy duro para él y ni siquiera es capaz de demostrarlo… No, Innie, no estoy bien.
Con el corazón encogido, Jeongin rodeó con sus brazos a Jiwoo y la estrechó muy fuerte. No fue capaz de decir nada porque la pena que sentía no se lo permitía; y porque, si abría la boca, se echaría a llorar. Apenas dos semanas antes, Seungmin había estado en esa misma cocina hablando sobre la universidad y los millones de planes que tenía para el futuro. Era un chico estupendo. Tan diferente a los muchachos de su barrio y… a Hyunjin.
Jiwoo se dio la vuelta y le acarició la mejilla.
—Anda, deja que lleve esa caja al cobertizo.
—No te preocupes, yo la llevaré —se apresuró a decir Jeongin. Agarró la caja y por un momento se le doblaron las piernas bajo su peso.
—¿Estás seguro?
—Sí. Además, pensaba ir a buscar un filtro para la depuradora de la piscina. Hay que cambiarlo y a papá se le olvida.
—Esta bien, ponlos junto a los otros. Los verás en un estante en la parte superior.
—Bien.
—Hay una escalera en la esquina. Junto a la podadora.
—En la esquina, junto a la podadora. De acuerdo.
Jeongin salió al jardín con la caja entre los brazos. El peso hacía que sus pies se hundieran en el césped y sus tobillos se doblaran. Avanzó unos metros dando traspiés. Se detuvo para tomar aire y clavó una mirada molesta en el cielo, donde brillaba un sol infernal. Al bajar la vista el oxígeno dejó de llegarle a los pulmones.