Hyunjin aceleró y una sobredosis de adrenalina se extendió por sus venas, con la misma velocidad endemoniada que los 700 CV que rugían bajo el capó lanzando al Shelby sobre el asfalto como si fuera un proyectil. La sensación era alucinante. Tan aterradora como adictiva. Habían pasado cuatro años desde la última carrera. Esperaba sentirse oxidado, pero no era así: su mente, su cuerpo y el coche formaron un único ser desde el primer segundo.
Sus ojos iban de los espejos al parabrisas captando hasta el último detalle de lo que había a su alrededor con una precisión milimétrica. Sus pies y sus manos se movían perfectamente coordinados. Doscientos veinte… treinta… cuarenta… La carretera se convirtió en un borrón. Un rápido vistazo al retrovisor le bastó para comprobar que el NisSan y el Saleen ya no eran un problema. No podía decir lo mismo del Dodge Challenger. El tipo que lo manejaba sabía conducir, pero no era rival. Y después de la carrera solo sería un montón de despojos, porque pensaba solucionar el problema que suponía. Nunca le habían gustado las drogas, y aún menos lo que les hacían a las personas.
Circularon pegados durante tres kilómetros, hasta que llegaron las curvas y comenzaron a encontrar tráfico. Esquivaron, como si de uno solo se tratara, un par de camiones y un deportivo. Hyunjin empezaba a divertirse. El Challenger mantenía su ritmo, no se despegaba de su parachoques trasero y, durante algunos segundos, lograba situarse a su lado, momento que Hyunjin aprovechaba para intentar ver el rostro del conductor.
Unos destellos en el espejo llamaron su atención. La policía.
—¡Joder! —masculló.
Hora de dejar de jugar. Pisó a fondo y su Shelby voló. Los neumáticos chirriaron al doblar la última curva y se mantuvieron pegados al asfalto. El Dodge apareció como un obús y Hyunjin no tuvo más remedio que maniobrar y rodar por el arcén entre una nube de arena, permitiendo que le adelantara. Los neumáticos derraparon y provocaron una lluvia de gravilla.
—¿Juego sucio? —se rió.
Clavó los ojos en el coche rojo y hundió el pie en el acelerador. Cambió de marcha y volvió a acelerar. El motor rugió y la aguja del cuentarrevoluciones vibró al máximo. Las luces de los coches de policía solo eran unos puntitos a lo lejos, pero estarían allí en cuestión de nada. La gente abarrotaba los márgenes. Divisó el brillo de la pintura reflectante que marcaba la meta y a Taeyang con la bandera en la mano. Adelantó al otro coche. ¡Un poco más!
Hyunjin cruzó la línea pintada sobre el asfalto. Pisó el frenó y los neumáticos dejaron una estela de humo gris y olor a goma quemada. Dio un volantazo. El coche giró sobre sí mismo y se detuvo en medio de la carretera, de frente al Challenger, cortándole el paso. El coche rojo se paró a pocos centímetros de él, pero la potente luz de sus faros delanteros lo cegó, impidiéndole ver algo más allá de una silueta borrosa. El conductor dio marcha atrás a toda velocidad. Después aceleró y pasó por su lado, alejándose de allí.
Hyunjin se llevó el teléfono a la oreja. Minho lo estaba llamando.
—¡Lárgate! Taeyang me ha dado el dinero. Tengo a Jeongin en la camioneta, lo llevo a tu casa —gritó el chico.
Hyunjin lanzó el teléfono al asiento y salió de allí a toda prisa. Lo primero que debía hacer era ocultar el coche, por lo que se dirigió al almacén. Una vez dentro apagó el motor y se quedó inmóvil en el asiento, tan tenso por culpa de los nervios que le temblaba cada músculo del cuerpo y sentía calambres. Cuando algo se le metía en la cabeza, no solía abandonar, y ahora se estaba obsesionando con una idea. Patearía todo el pueblo y alrededores hasta dar con el tipo del Challenger. Quería saber quién era.
Cubrió el coche con la lona. Se le encogió el estómago al verlo desaparecer. Conducirlo de nuevo había despertado en él viejos sentimientos, unos más malos que otros, pero trató de canalizar solo los buenos. ¡Joder, aquella carrera había sido como un intento de suicidio, pero había sido divertido! Ese tipo de emociones, la adrenalina que inyectaban, eran demasiado adictivas. Ahí residía el peligro.
Minutos después aparcó el Mustang frente a su casa. Minho le esperaba en la escalera del porche. Buscó a Jeongin con la mirada.
—Está dentro —informó Minho con una sonrisa. Iba a darle las gracias por habérsela jugado por él en la carrera, pero Hyunjin le dio una rápida palmada en la espalda y pasó de largo.
—Te llamo por la mañana.
Entró en la casa. Jeongin, que estaba sentado en el sofá con cara de preocupación, se puso de pie en cuanto lo vio. Empezó a hablar, pero las palabras se ahogaron en su boca bajo el beso más hambriento que jamás le había dado. Lo tomó en brazos y lo llevó hasta su habitación. Lo dejó en el suelo y, sin apartar los ojos de él, se sacó las botas y la camiseta. Se preguntó cómo aquel chiquillo había llegado a convertirse en el centro de su existencia. Quería confesárselo, pero era incapaz de hablar. Solo dos palabras bastarían y no sabía cómo pronunciarlas.
Le tomó el rostro entre las manos, le apartó el pelo de la cara y lo besó muy despacio. Sus labios le recorrieron la mandíbula, después el cuello, dejando un rastro tibio sobre su piel con la lengua.
—Quítate la ropa —le susurró al oído. Jeongin obedeció sin dudar.
Se deshizo de la camiseta y, con la respiración entrecortada, se desabrochó el pantalón con dedos temblorosos. Se quedó mirándolo. Jeongin no apartó los ojos mientras él se quitaba los pantalones.
Hyunjin le envolvió la cintura con los brazos y comenzó a acariciarlo con movimientos lentos y deliberados. Las puntas de sus dedos trazaron sus costillas, la parte baja de su espalda y la curva de su trasero hasta los muslos. De su garganta surgió un gruñido sensual cuando Jeongin gimió en respuesta a sus caricias. Se inclinó y lo besó en el hombro. Después deslizó la lengua a lo largo de su garganta. La calidez de su boca hizo que Jeongin se aflojara y soltara un suave sollozo. Se apretó contra su vientre y pudo notar lo mucho que lo deseaba. Su cuerpo rígido lo oprimía con fuerza, duro y exigente.