Minho había llevado a Jeongin de vuelta a casa. Durante el viaje habían compartido sus preocupaciones: el temor a que Hyunjin hiciera algo irreparable y la necesidad que ambos tenían de poder ayudarle de algún modo. Minho se había sentido tan impotente como Jeongin, porque era incapaz de encontrar una solución al desastre que se estaba gestando.
No podían presentarse ante la policía sin más y decirles que Hwang Hyunjin iba tras el hijo predilecto de la ciudad para tomarse la justicia por su mano y vengar así la muerte de su hermano. Con su reputación, tomarían a Hyunjin por un loco, lo encerrarían y San se iría de rositas. Su única posibilidad se reducía a obtener las pruebas que pudieran demostrar que el accidente de Seungmin había sido un asesinato, y el de Hyunjin un intento fallido de acabar con su vida. Aunque ninguno de los dos sabía cómo hacerlo.
Jeongin se encerró en su habitación con el teléfono apretado contra su pecho. Minho le había prometido que lo llamaría si había algún cambio. Con un poco de suerte, sus amigos lograrían encontrar a Hyunjin e impedirían que hiciera una tontería de la que se arrepentiría para siempre.
Se derrumbó en la cama completamente abatido y desesperado por poder hacer algo. Pero ¿qué podía hacer? No había nadie creíble que pudiera contar la verdad, nadie salvo… Lía. Jeongin no estaba seguro de cuánto sabía Lía ni de cuánto podía haber visto, pero sí estaba seguro de que la chica podía ser la llave que abriera la puerta que necesitaban.
Se dio cuenta de que debía llegar hasta ella, pero no podía hacerlo solo. Necesitaba ayuda. Con el corazón en un puño, llamó a Jisung por teléfono.
—Tengo que contarte algo muy importante —dijo en cuanto su amigo descolgó.
Una hora después, Jeongin estacionaba su coche en el aparcamiento del hospital con Jisung sentado a su lado.
—Tienes un aspecto horrible —dijo Jisung.
Jeongin lo miró de reojo mientras entraban en el edificio y cruzaban el vestíbulo, donde se encontraban los ascensores que conducían a las consultas externas.
—El tuyo no es mejor.
—¡Qué quieres! ¡Aún tengo los pelos de punta con todo lo que me has contado!
—Ya han pasado muchas horas, ¿y si no lo conseguimos? ¿Y si San ya está en una cuneta…?
—¿Con la cabeza en el culo? —replicó Jisung, deleitándose con la idea—. Espero que no, sería un fastidio perdérmelo.
Jeongin lo fulminó con la mirada.
—Es broma, lo siento. Estoy tan nervioso que digo más disparates de los habituales —se disculpó Jisung—. Mira, Kai me ha dicho que San había viajado a Columbia para no sé qué tema de la universidad. Conociéndole, se habrá quedado a pasar la noche para tomar algo con sus colegas y tirarse a una animadora. No está en Busan.
—Espero que tengas razón. —Jeongin soltó un gruñido—. ¿Tienes claro lo que debes hacer?
Jisung asintió y sus ojos se iluminaron.
—¡Me siento como si fuera Nikita en una misión para la División!
—Sung, céntrate —replicó Jeongin con el ceño fruncido.
—Tranquilo, sé lo que tengo que hacer y estoy listo. Entretendré a Jihyo el tiempo suficiente para que puedas hablar con Lía.
Jeongin tomó el ascensor hasta la tercera planta. Al salir al pasillo se le erizó el pelo de la nuca. Respiró hondo varias veces y se dirigió hacia el ala de psiquiatría. Sabía que Lía acudía todas las tardes para recibir terapia tras haber sufrido varias crisis nerviosas. Le habían diagnosticado trastornos de personalidad. Nunca había entendido cómo, de un día para otro, aquella chica guapa, inteligente y divertida se había convertido en una persona con problemas de ansiedad, aislamiento social y fobias. Ahora empezaba a hacerse una idea de qué y quién la había empujado a casi perder el juicio. ¡Dios, si el loco era él!
No tenía ni idea de dónde buscarla, así que optó por preguntarle a una enfermera. La mujer lo miró de arriba abajo con suspicacia, al final no debió encontrar nada sospechoso, porque sonrió y le indicó una puerta de cristal. Jeongin se apoyó contra la pared del pasillo, frente a la puerta, y esperó.
Se frotó los brazos, cada vez más impaciente. Esperaba que la sesión de Lía no se alargara mucho o le iba a dar un infarto. Por momentos, lo único que oía eran los latidos de su corazón resonando por todo su cuerpo. La puerta se abrió y Lía apareció seguida de una mujer con el pelo recogido en un moño a la altura de la nuca y una gafas de pasta de color azul.
—Hola, Lía —dijo Jeongin, esbozando una gran sonrisa—. Tu madre va a retrasarse un poco. Me ha pedido que te acompañe mientras.
Miró a la doctora a los ojos y su sonrisa de niño bueno se ensanchó. La terapeuta, tras un par de segundos en los que parecía que estaba tomando una decisión vital, le devolvió la sonrisa. Se inclinó sobre Lía como si se estuviera dirigiendo a un niño pequeño.
—Lía, ¿qué te parece, esperas a tu madre con tu amigo? Yo tengo otro paciente y no puedo quedarme.
Lía miró de reojo a Jeongin y empezó a retorcerse los dedos. Al final asintió. En cuanto la puerta se hubo cerrado, Jeongin se apresuró a rodear con los brazos los hombros de la chica y la guió por el pasillo, fuera del ala de psiquiatría en dirección a la zona de trauma.
—¿Qué te parece si buscamos un sitio tranquilo para esperar a tu madre? —sugirió en tono despreocupado—. Pero si no te importa, primero quiero ver cómo está un amigo. El pobrecito sufrió un accidente hace un par de semanas.
No aflojó el paso hasta que llegó a la habitación donde aún estaba ingresado Félix. Empujó la puerta y literalmente arrastró dentro a Lía. Aquel era el único lugar en el que pensó que podrían hablar sin sobresaltos.
—No… no creo… no creo que sea… buena idea —tartamudeó Lía, cada vez más nerviosa—. Esperaré… esperaré… esperaré a mi madre fuera.
Jeongin le cortó el paso y bloqueó con su cuerpo la salida.