Lía había dicho que tenía pruebas y era verdad. La noche en la que Seungmin murió, ella intentó pedir ayuda. Su hermano los había descubierto juntos en una playa. No estaban haciendo nada, solo hablaban cogidos de las manos, pero para San fue suficiente. Los arrastró hasta el viejo almacén que su familia poseía en el campo, donde se guardaba un antiguo tractor y las herramientas que los trabajadores usaban cuando esas tierras aún se cultivaban muchos años atrás.
San la obligó a mirar mientras sus amigos y él le daban una paliza a Seungmin. Trató de llamar a la policía, pero la descubrieron. San le arrebató el teléfono y lo tiró al suelo; y el destino quiso que el vídeo de su nuevo teléfono se pusiera en marcha. En la imagen solo se veía el techo de planchas de aluminio, pero el sonido era impecable, hasta el punto de captar el momento en el que le rompieron la nariz a Seungmin con un crujido espeluznante. Lía no supo qué mano guió a la suya para recuperar el teléfono mientras la sacaban a rastras de allí, tras el cuerpo sin vida del único chico del que se había enamorado en su vida.
San siempre había sido demasiado arrogante y narcisista. Él nunca se equivocaba y estaba acostumbrado a salirse con la suya. Quizá por eso no volvió a preocuparse de ese teléfono ni de ninguna otra cosa. Y gracias a eso, ahora el juez Yang estaba oyendo aquella grabación. Sentado a la mesa que tenía en el despacho de casa, la palidez y la rigidez de su cara le hacían parecer diez años más viejo. Las arrugas de su rostro se movían al ritmo de los sonidos y las voces que surgían de la grabación.
No era difícil hacerse una idea de la crueldad y la violencia que se desataron aquella noche. Cerró los ojos al percibir un crujido y el gemido que sonó a continuación. Los abrió y los clavó en Lía. La chica estaba encogida en el sofá de piel, tapándose los oídos. Jeongin la mantenía abrazada y le limpiaba las lágrimas.
Su mirada se cruzó con la de su hijo y el miedo lo paralizó con una idea espantosa: Jeongin podía haber sido el siguiente. Jeongin había estado cerca de ese monstruo toda su vida y él no había sido capaz de verlo. Años y años de formación, de cursos sobre psicología, conducta criminal y mil cosas más, y no lo había visto.
“Si le cuentas algo de esto a alguien, le prenderé fuego a tu cuarto contigo dentro”. Esa era la última frase que había registrado el teléfono, momentos antes de que empujaran el coche de Seungmin hasta estrellarlo contra un árbol. Y había salido de los labios de San.
Yang paró el vídeo. Ni siquiera tenía fuerzas para ponerse de pie.
Jeongin se quedó mirándolo fijamente, conteniendo la respiración a la espera de que dijera algo. Pero, para su sorpresa, fue su madre, que no se había movido del rincón donde había pasado todo el tiempo mirando a través de la ventana, la que dio el primer paso. Se acercó a la mesa y descolgó el teléfono, se lo tendió a su esposo con una mano temblorosa.
—Yang, llama a la policía.
Él la miró en estado de shock. Ella asintió con la cabeza, animándolo. Cogió el teléfono que le ofrecía y marcó.
—Soy el juez Yang. Necesito que emita una orden de detención contra Choi San. El motivo: asesinato en primer grado y posible tentativa de homicidio. El sujeto es peligroso.
—Pero, señor. Se refiere usted a… —dijo una voz al otro lado.
—Sí, Byung, me refiero al muchacho de Taejoon. Encuéntrenlo…
—Papá… —lo llamó Jeongin. Él alzo la cabeza y se encontró con su mirada suplicante—. Hyunjin —le recordó.
—Byung.
—¿Señor?
—También busquen a Hwang Hyunjin. Si le encuentran, tráiganlo a mi casa, por favor.
San detuvo el coche a un lado del camino y recorrió a pie los últimos metros hasta el almacén. No quería arañar los bajos con aquel terreno pedregoso. El todoterreno de Wooyoung estaba aparcado bajo la sombra de los árboles que ocultaban la construcción de ojos indiscretos. Suspiró con desgana. Seguro que el idiota de su amigo lo había llamado por alguna tontería. Cada dos por tres se ponía paranoico y había que enfriarle los ánimos. Pero ese día nada iba a estropearle su buen humor.
Estaba dándole vueltas a su cita con Jeongin. Lo llevaría a cenar a ese nuevo restaurante que habían abierto la pasada primavera en el muelle. Después pensaba cobrarse en especie los meses que habían pasado separados. Iba a volver con él, por supuesto que sí. Hacía medio año que había comprado el jodido anillo de compromiso, grabado con su nombre. Ya tenía los planos de la que sería su casa una vez se casaran. Y a él no le gustaba alterar sus planes. Pero nada iba a evitar que el dulce Jeongin aprendiera algunas nuevas reglas antes de retomar su relación.
A pesar de todo, aún seguía oyendo esa vocecita en su cabeza que le sugería alternativas, como buscarse a un chico más decente para vestirlo de blanco y convertir a Jeongin en su juguetito. Una sonrisa maliciosa se dibujó en su cara mientras empujaba la puerta del almacén.
La puerta repicó tras él al cerrarse, pero ni siquiera la oyó. Sus ojos abiertos, estaban clavados en el centro del edificio. Primero notó que su Challenger no estaba allí. En su lugar, bajo un haz de luz, se encontraban Wooyoung y Soobin. Los dos se hallaban de rodillas, uno al lado del otro, amordazados y atados. Dio un paso hacia ellos y vio la sangre que les empapaba las mordazas y la ropa. Tenían la cara destrozada.
Su mente se puso en marcha. Dio media vuelta para largarse de allí. Pero no llegó a tocar la puerta. Hyunjin le golpeó con el puño derecho en el estómago y, cuando se inclinó hacia delante, le atizó con el izquierdo en la mandíbula. Cayó de espaldas y rodó por el suelo.
— Hwang —masculló, limpiándose la sangre de la boca mientras se ponía de pie.
Hyunjin sonrió con maldad. —Te dije que lo hicieras bien, porque si no volvería a por ti.
—Y eso debería darme miedo. ¿Qué piensas hacer? Soy intocable, imbécil.