En medio del camino serrano, donde los eucaliptos se inclinaban como vecinos curiosos, un Peugeot 405 bordó descansaba bajo la sombra. No era un color discreto: parecía gritar su presencia en la ruta. Dentro, Gabriel Mendoza ajustaba el espejo retrovisor mientras tarareaba un tema de Charly García que sonaba en el walkman. El humo del Marlboro le dibujaba un aura cansada, pero sus ojos azules todavía tenían chispa, como si se negara a soltar del todo la juventud. Vestía camisa de jean, jeans gastados y zapatillas Topper; un look práctico, sin adornos, de hombre que se arregla con las manos más que con las palabras.
A su lado, Belén Topas miraba el paisaje como quien hojea una carta sin decidir si leerla o romperla. Acomodaba el vestido floreado comprado en Once y golpeaba con sus Flecha blancas el piso del auto, nerviosa. El pelo rubio liso le caía sobre los hombros, y sus ojos claros eran una mezcla de curiosidad y desconfianza, como los de una piba a punto de entrar a un teatro por primera vez.
En el asiento de atrás, Nicolás —veintidós años, hijo de Gabriel— llevaba auriculares conectados a un Discman Sony y movía la cabeza al compás de Soda Stereo. Vestía una jardinera azul sobre una remera blanca, zapatillas Fila negras y una campera inflable amarilla que, cuando le pegaba la luz, más que brillar parecía burlarse. Un mechón teñido con agua oxigenada y tintura de kiosco le cruzaba la frente: gesto adolescente que todavía no se rendía. En las manos, una filmadora VHS portátil que no soltaba nunca.
—Bueno, acá estamos —dijo Gabriel, apagando el motor frente a un cartel de neón medio roto—. El “Hotel Monte”.
Los árboles parecieron hacer una reverencia.
—“Interesante” es un eufemismo —respondió Belén, inclinándose para mirar las letras chisporroteantes del cartel. —Perfecto para un programa de terror —metió Nicolás, sin levantar la vista de la cámara.
Gabriel soltó una carcajada y abrió la puerta. —Nicolás, ya te imagino convenciendo a todos de que acá vive un fantasma. O peor: que yo soy uno.
En ese instante, en la entrada apareció una mujer pelirroja de unos cincuenta y pico. Vestía un traje sastre negro con hombreras y caminaba con pasos seguros, sonrisa medida.
—Familia Mendoza —saludó con voz templada—. Bienvenidos al Hotel Monte. Soy Casandra, hija del dueño y me encargo de la recepción.
—Un placer, Casandra —dijo Belén, extendiendo la mano con cortesía espontánea.
—Gracias. Espero que disfruten su estadía. Este hotel abrió en 1918 y desde entonces es un ícono de la zona —explicó Casandra, señalando los relieves de la puerta—. Con renovaciones, claro, pero la esencia quedó.
Mientras hablaba, Nicolás clavó la vista en una puerta con candado al otro extremo del hall. Había algo extraño en cómo aquella puerta parecía no encajar con el resto: como una nota disonante en una melodía agradable. Se quedó mirándola, un escalofrío recorriéndole la espalda.
—¿Y esa puerta? —preguntó.
Casandra titubeó apenas, sonrió con los dientes justos. —Ah. Zona de reparaciones. Nada de lo que deban preocuparse.
Nicolás arqueó una ceja, pero no insistió. Casandra entregó las llaves a Gabriel. —Ustedes estarán en la suite presidencial; Nicolás, la contigua. Si precisan algo, recepción.
Gabriel tomó las llaves como quien toma una promesa con letra chica. —¿Qué decís, hijo? ¿Demasiado elegante? —Mientras tenga teléfono para llamar, todo bien —contestó Nicolás, con esa sonrisa burlona que se usa para esconder el interés real.
Bajaron las valijas y entraron. El hotel daba calor en la forma en que sólo los lugares viejos pueden dar: madera que crujía, lámparas que filtraban la luz en capas. La sensación era la de estar dentro de una casa grande que recordaba a sus antiguos dueños, pero con televisores Grundig y teléfonos de tecla intentando modernizarla..
Las semanas se acomodaron como sábanas: Belén se apropió de la cocina y de las mañanas de pileta, con olor a cloro y radios portátiles sonando FM Hit; Gabriel supervisaba reparaciones y se escapaba al pueblo por recados, siempre con un paquete de Marlboro en el bolsillo; Nicolás filmaba todo lo que podía con su filmadora VHS portátil, rebobinaba cintas, grababa encima de otras, y soñaba con vender el material a algún programa de TV. Para él, las cintas eran un espejo de aplausos y preguntas: cada grabación era un escenario donde alguien lo miraba, aunque nunca supiera quién.
Una tarde, mientras revisaba una grabación cerca de la zona en remodelación, Nicolás vio algo que no encajaba: una sombra atravesó veloz una ventana cerrada. Detuvo el VHS, retrocedió con el botón de tracking, lo volvió a pasar.
—Esto no tiene sentido —murmuró.
La puerta de su habitación se entreabrió con un quejido. Nicolás levantó la vista.
—¿Mamá? —llamó, con pasos cautelosos.
Al final del pasillo, iluminado por la luz tibia de las lámparas de pared, se recortó la figura de un joven. El pecho le latió más fuerte.
—¿Hola? —preguntó, con la voz hecha de hilo.
Antes de dar dos pasos, sintió manos en los hombros que lo hicieron pegar un brinco. Al girarse, reconoció a su padre sujetándolo: Gabriel, con una linterna de ferretería en una mano y un cigarrillo apagado colgándole de la comisura de los labios.