La era de los dioses. Año desconocido. Un lugar recóndito en el territorio de los nueve palacios celestiales.
El paisaje era hermoso.
Había un prado lleno de peonías blancas resplandecientes y en el centro de este, brillaba una joven delicada de largo cabello cobrizo y aspecto débil, dulce y casi frágil.
La chica comía manzanas mientras jugueteaba entre las deliciosas flores y absorbía su envolvente fragancia.
Cualquiera que la viera, pensaría que era un hada, una ninfa de las flores que nunca podrías cansarte de mirar.
Su túnica blanca la hacía camuflarse entre las peonías y el sol que ayudaba a hacer su belleza más brillante, hizo que ella, somnolienta se quedase dormida.
La paz y la tranquilidad se respiraban en el ambiente, definitivamente era una visión celestial.
Un ligero temblor la hizo reaccionar y la joven se despertó sobresaltada ya que había sentido la entrada de alguien a su paraíso.
Cerca de ella, a unos metros se encontraba un hombre que llevaba puesta una armadura plateada con un gran agujero en el pecho del que brotaba abundante sangre, la cuál había dejado un rastro en las blancas flores por los lugares por los que él se había arrastrado.
Esa fue la primera vez que ella vio una peonía blanca manchada de carmesí, una visión que se convertiría en algo muy frecuente en el futuro.
También, fue la primera vez que vio un hombre del exterior lo que la asombró y a la vez la llenó de curiosidad.
El joven tenía un rostro celestial, hermoso y fiero; algo pálido por la pérdida de sangre y el cansancio.
Ella, lo tocó al principio con miedo, con una vara de madera tratando de adivinar si seguía con vida o estaba muerto por la rigidez de su cuerpo.
Él no podría haber entrado con facilidad, ese era un campo de fuerza aislado del mundo exterior, un paraíso creado por su difunto padre para ella, para protegerla, o al menos, eso era lo que decían sus hermanos.
Cada uno de ellos, había jurado servirla, cuidarla y protegerla. Según sabía, sus siete hermanos habían sido los discípulos de su difunta madre.
Todos habían sido salvados por aquella deidad y esta, les había enseñado todo su conocimiento y les había legado toda su herencia, su única hija.
La joven, volvió a pensar en sus padres, ni siquiera tenía una imagen clara de ellos y no conocía mucho de su historia.
Su quinto hermano, Ash, como lo llamaba ella, le había contado su historia como si fuese un cuento de princesas desde que era una niña, asegurándole que no podía olvidar lo importante que era su identidad para ellos, pues era lo único que su maestra había dejado atrás.
Ella sentía que solamente necesitaba a sus siete hermanos para ser feliz en aquel magnífico paraíso.
Tras un rato de jugueteo curioso por parte de la joven, el hombre herido y tirado en el suelo por fin comenzó a moverse ligeramente mientras tosía sangre escarlata antes de desmayarse de nuevo.
La muchacha, sin saber muy bien como reaccionar, trató de arrastrarlo con su pequeño cuerpo y al darle la vuelta descubrió algo que la dejó patidifusa. ¡Él poseía unas hermosas alas blancas con ribetes dorados y plateados sobresaliendo de su espalda!
Año 3020. Algún lugar del inframundo, en Promisedland. El lado más oscuro de esta tierra.
Caín volvió a suspirar de rabia. En sus recuerdos, ella era preciosa, delicada, frágil y a la vez tan valiente, tan fuerte...
Y le daba rabia que solamente fuera eso, un recuerdo.
Estos días, tras saber que podría recuperarla, había movido cielo y tierra para encontrar esos malditos fragmentos del Alma que los jefes de las manadas escondieron.
Pero por desgracia, tras haber puesto a buscar a todo el personal de su Palacio del Infierno, no había dado con nada, ni siquiera con una mísera pista.
Dos veces, pensó, dos veces en las que él tuvo que ver con sus propios ojos como ella se sacrificaba por un jodido patán. Dos veces en las que había fragmentado su Alma hasta romperla en pedacitos.
Maldijo de nuevo esa existencia, el primer patán, ese Príncipe Heredero mimado, que solo pudo quedarse atónito, mirando como su amada, la joven diosa que el propio Caín había defendido con todo lo que tenía, se autodestruía para salvar a un mundo que le había dado la espalda.
"¡Qué sarcástico!" Pensó, si hubiese sabido que su diosa tenía ese corazón de oro se lo habría arrancado de cuajo y lo hubiese tirado bien lejos. Una emperatriz del mal no podía tener ese tipo de sentimientos, eso lo sabía, estaba seguro de ello.
Lo que más rabia le dio, es que él mismo fue quién la animó a enamorarse, él renunció a ella, a la diosa a la que servía por verla feliz junto a un hombre que le había prometido una libertad idílica, junto a un hombre, que le había explicado pacientemente como eran los ríos, las montañas, los bosques, el mar, el mundo. Que la había seducido con una realidad utópica pero que no se había dado cuenta de la cruel verdad, todo lo real, es una mierda, y aún así, tras haberla sacado de su lugar seguro, lo que hizo después, sus acciones la destrozaron.
Y no, al final salió de una prisión para ser encerrada en una jaula. Solo de pensarlo, le daban ganas de agarrar el cuello del maldito Príncipe Heredero y romperlo hasta la saciedad.
Y ojo, eso no era lo peor, lo normal, cuando uno se da una tremenda hostia contra la realidad, es aprender y no seguir el mismo camino, pero no, él había dejado que se la llevaran dos veces. Dos putas veces.
La segunda vez, ella se escapó de su control, conmovida por ese otro patán y al final tuvo que renunciar a su último trozo de vida por salvar la suya, la inmunda vida de alguien que ni siquiera se lo merecía.
Solo de pensarlo, él saltaba de frustración.
Caín se culpaba, se culpaba a sí mismo por no habérsela llevado, por no haberse convertido en su amante, al fin y al cabo, él la quería más que a nada y por culpa de su estupidez la había perdido. Y no una, sino dos veces.