Linaje Roto

Capítulo 24. (EDITADO)

Siglo V.d.c. Promisedland, la tierra de las criaturas sobrenaturales. Territorio lobuno. Zona de la manada WhiteMoon, lago del renacimiento espiritual.


Helena no terminaba de acostumbrarse, poco a poco, se iba dando cuenta de que no era más que un cargador mágico para los poderes de todos aquellos lobos codiciosos.

Ella, y todos los omegas, ahora eran propiedad exclusiva de los grandes alphas que se los rifaban.

Se habían convertido en trofeos de guerra, en un objeto intercambiable a cambio de la libertad de una manada entera, cuando esta había perdido la batalla y no podía hacer nada más que rendirse y entregar sus pertenencias de valor, entre las que estaba, como no, ella.

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La nueva manada en la que se encontraba, era WhiteMoon, una de las cinco más poderosas que existían.

Helena se frotó el cuerpo con más fuerza, se sentía tan asqueada consigo misma, que frotaba como si quisiese romper su piel.

Odiaba ese sentimiento, el de ser tocada como un objeto sexual para proporcionarle poder y energía pura a esos horribles hombres.

Aunque trataba de aparentar una sonrisa enorme, era en esos momentos cuando sus ojos la delataban, soltando lagrimones enormes mientras se limpiaba asqueada y llena de culpabilidad.

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Culpabilidad por no poder hacer nada por sus compatriotas omegas.

Culpabilidad por mantener la guerra entre esas grandes manadas al ser el gran trofeo.

Culpabilidad por aquel pequeño cachorro que había perdido años atrás y que aún no había logrado olvidar.

Ahora, ya no se atrevía con soñar con ser madre. Habían pasado tantos años, y ella misma había pasado por tantos brazos diferentes, que había perdido la cuenta.

Recordó, como había sido echada de su hogar, como la persona que amaba golpeó y tiró, como habían peleado por ella de manera sangrienta tantos inocentes frente a sus ojos, como había sido violada sin piedad repetidamente.

Y no pudo evitar preguntarse sí misma porqué demonios no había perdido la cordura aún.

Quiso rezar, pero tras pensarlo bien, soltó una carcajada.

Nadie la ayudaría, ni los antiguos dioses, ni los actuales, más bien, ella era un espectáculo para todos ellos.

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Se acurrucó en una de las esquinas del acantilado, ese bajo el que se encontraba una cascada cuyo lago, relucía con fuerza bajo la luz de la luna.

Bueno, al menos en aquella manada la dejarían hacer lo que quisiera, pues no tenían la creencia de que la "Omega Esencial", tuviese grandes poderes divinos.

En realidad, simplemente la habían arrebatado por puro gusto, por chinchar y provocar al resto, anunciando su superioridad.

Ella, le había gustado al viejo alpha de la manada, cuya apariencia rondaría los cincuenta perfectamente, aunque tuviese más de quinientos, lo que indicaba lo mal que se había conservado en esos últimos años.

Cada vez que él la tocaba, le daba tanto asco y vergüenza, que no podía evitar vomitar y llorar después mientras se limpiaba con rabia hasta dejar irritada su hermosa piel.

"¡Ese viejo pervertido...!"

No pudo acabar de recitar la frase, cuando oyó un par de crujidos entre los árboles, estaban cerca, y por el sonido de las pisadas, no muy profundas, debían ser niños.

Helena, lo ignoró, si eran niños, era muy probable que estuviesen jugando a alguna tontería de miedo, a esas horas de la noche en aquel caluroso verano.

Hasta que oyó los insultos provenientes de la dirección.

-Que inútil! eres el hijo del Alpha y no puedes ni defenderte.-

Helena se acercó, curiosa, expectante.

Había dos niños, sus ropas eran de calidad, de pieles suaves y calentitas, acosando a un tercero, de aspecto frío, que trataba de ignorarlos deliberadamente mientras sostenía un pequeño rollo enrollado bajo el brazo con algún libro.

-¿Ahora qué hermano? ¿Vas a ir a quejarte otra vez a mamá? Ah, no, que tu madre está muerta.-

Ambos matones, se carcajeaban mientras lo molestaban tirando los rollos con sus libros al suelo y golpeándolo.

Helena, no pudo seguir viendo la escena, el niño que era acosado, mantenía esa postura indiferente hacia ellos mientras se levantaba y trataba de recoger sus libros del suelo, sacudiéndose el polvo y limpiándose el corte del labio que uno de los puñetazos le habían causado.

Y salió, comenzando a regañarlos con saña mientras ellos se quedaban pasmados.

Ninguno, habían visto en su vida una mujer tan desaliñada, y al verla, los dos se asustaron y comenzaron a amenazar con la importancia de sus padres hasta que vieron el símbolo en su cuello, ese collar que solo se les ponía a los omegas y que el niño de los libros conocía tan bien.

Una omega, pensaron los otros dos, si era una omega, aunque la pegaran o la mataran, no les podrían hacer nada, aunque los omegas eran muy valiosos, pero aún así, eran esclavos.

Elena sintió peligro cuando uno de los niños se le acercó sosteniendo un afilado cuchillo.

Y ella, no sabía nada de defensa personal o lucha, y aunque supiese lo básico, no podía herir a los hijos de alguien importante en aquella manada.

Pero el niño de aspecto frío, se interpuso, doblando la muñeca del que sostenía el arma y haciendo que cayese sobre la hierba, mientras pateaba al otro con fuerza.

Él recogió la navaja del suelo y los apuntó sin vacilación y los chiquillos, ahora asustados de verdad, sin saber muy bien como habían dado un giro tan brutal las tornas, salieron corriendo despavoridos.

Ninguno de los dos se lo esperaba, la próxima vez, tendrían que ir más preparados para atacar a ese pequeño bastardo.

El niño, inexpresivo, comenzó a alejarse, en dirección hacia el acantilado, para ponerse a leer a la luz de la luna llena y ella, lo siguió, pues había dejado todas sus pertenencias allí.

-¿Eres una omega?-

El chico, se daba cuenta de que ella lo seguía en silencio y decidió iniciar una conversación para que aquello no fuese tan incómodo.




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