Linaje Roto

Capítulo 32. (EDITADO)


La era de los dioses. Año desconocido. Nueve palacios celestiales, lugar de residencia de la Familia Imperial. 
 

Cuando despertó, en el mediodía de la mañana siguiente, realmente pensó que aquello había sido un sueño.

Pero su mente se despejó enseguida cuando a su lado, enredada entre las sábanas, vio una pequeña serpiente de escamas blancas.

Todo era real.

Ella, la chica de origen desconocido que se había criado entre lo salvaje y la ignorancia del mundo real era la heredera de aquel poder que podía salvar el reino celestial de una completa destrucción sin retorno. 

El día anterior, Lucifer le dijo la verdad avergonzado de no haber podido proteger a su madre y de no haberla podido cuidar a ella.

Sus poderes, la creación y la destrucción habían estado sellados y por más que Los Siete le habian advertido que no los usara ella hizo caso omiso.

En aquel momento no lo sabía pero ambos dones eran una herencia peligrosísima.

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El poder de la creación mantenía sellado al de la destrucción y viceversa, equibrándose mutuamente de esa manera.

Si por alguna razón hubiese un desbalance en uno de los dos lados y un don se saliese de control nadie sabía lo que pasaría pero sin duda sería peligroso.

Ya que tal suceso no había ocurrido nunca en la historia de las deidades, era la primera vez que una sola persona heredaba ambos dones.

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Tras haberse levantado vio la cara arrepentida de su dulce esposo que lamentándose del olvido había vuelto a ella.

Su corazón volvió a latir con fuerza.

Nunca aprendía.

Su alma era tan grande que sabiendo que podía hacer algo por la raza celestial, a pesar de que todos ellos habían sido peor que malditas serpientes, no quiso dejarlos morir.

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Había logrado encontrar la solución:

Crearía una nueva tierra en la que habitaría una nueva especie hecha a la imagen y semejanza de los mismos dioses.

Estos podrían adorarlos y darles de nuevo los poderes que anhelaban tan profundamente a cambio de prosperidad y riqueza.

Y así fue como surgió una nueva raza y un nuevo mundo.

Los humanos.

Ellos eran su primera creación

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Su padre, el Dios de la Creación había hecho una obra maravillosa.

Todas aquellas especies que convivían pacíficamente en el Infierno poseían cualidades y defectos con los que se complementaban los unos a los otros creando así una sociedad armoniosa.

Al parecer, según la Diosa de la Luna su padre había sido un dios gentil, amado por todo el mundo y adorado por sus creaciones.

A él no le importaba el poder, pues solamente quería vivir tranquilo con su familia en un remoto lugar donde reinase la paz.

Y ella, no quería ser menos.

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Los Siete Lores le habían obligado a hacer un juramento por el que jamás podría revelar sus poderes o sus orígenes.

Y eso, lo hacían para evitar correr riesgos innecesarios.

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Ella seguía teniendo esperanza para todo sin darse cuenta de que quizá la ambición no tenía solución.

¡Pobre ingenua!

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Tras un tiempo planeando e informándose, omitiendo las quejas y advertencias de Levi, a quién los demás le habían hecho responsable de la seguridad de la joven, por fin entendió como funcionaba el poder de la creación.

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La sangre.

Ambos dones derivaban de la sangre.

La sangre del lado derecho de su cuerpo era dorada, color que indicaba la creación y tenía propiedades curativas excepcionales además de que de una gota de sangre se podía crear un ser vivo.

Con todo en marcha trabajó durante siete días y siete noches para recrear un paraíso complejo con miles de elementos.

Y en el último día, de la última gota de sangre dorada que su cuerpo pudo producir, creó a los humanos.

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El rumor se extendió rápidamente por Los Nueve Cielos.

El poder de la creación se había manifestado, estaban salvados.

Solamente necesitaban creyentes.

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Los seres humanos, al ser creados a la imagen y semejanza de los dioses lograron desarrollar su sociedad a la velocidad del rayo ayudados y guiados por la inspiración divina.

Y el Príncipe Heredero por fin pudo descansar en paz ahora todo estaba solucionado.

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Pero había alguien que no se sentía satisfecho, pues ese poder era poco.

Comparado con aquel idílico territorio creado anteriormente por Destrucción y Creación que poseía diferentes especies, los míseros poderes que podían transmitirles la humanidad a los dioses no tenían comparación.

El emperador era codicioso, necesitaba más poder y no lograba encontrar a su nueva fuente de riqueza, a la nueva Deidad Suprema que portaba ese antiguo poder que había estado perdido.

Esa deidad que debido a la gran cantidad de sangre perdida y al desequilibrio que se habia formado en su cuerpo al forzar sus poderes, se encontraba en la cama, débil.

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Al haber gastado la mayoría de sus poderes en la creación de esa raza su fertilidad se había visto afectada y poco después el médico de palacio lo confirmó.

La joven no podía tener hijos, la concubina favorita del Principe Heredero era infértil, una bella muñeca rota, sin valor y sin uso, pues la función del Harén era producir al siguiente primogénito real.

Al Príncipe Heredero, el Emperador le prohibió verla.

Una salvaje de orígenes desconocidos que solamente era una deidad menor no merecía el título de concubina.

Pero lo peor, estaba por llegar.

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La joven se encontraba muy enferma debido a que el don de la creación cada vez se volvía más débil en su cuerpo, debido en gran parte a que los humanos la iban olvidando poco a poco.

Habían dejado de ser conscientes de que ella era la deidad que los había creado y a la que debían ser más devotos que a cualquier otro dios.

El malvado tirano había vuelto a conspirar de nuevo junto con los demás dioses quienes habían copiado sus ansias de poder.




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