Linaje Roto

Capítulo 33. (EDITADO)

La era de los dioses. Año desconocido. Nueve palacios celestiales, lugar de residencia de la Familia Imperial. 
 

El dolor físico que sentía por las punzantes heridas no era nada comparado al que le produció la traición. 

Ella era una inmortal.

No podía morir por simples armas humanas pero sí sentir el dolor de todas ellas clavandose a conciencia en su piel de manera lenta y dolorosa.

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Y ahora, en aquel camastro de mala calidad y vendada de arriba a abajo, su puro corazón se llenaba de odio.

Todas aquellas concubinas y consortes la habían visto llegar en ese pésimo estado y ninguna había hecho nada más que reírse y susurrar a sus espaldas.

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Había algo que había dejado de funcionar en su cabeza, una voz que la llevaba a la locura y que por más que trataba de suprimir seguía tentándola a destrozarlo todo.

Esos desagradecidos humanos debían sufrir el mismo dolor que ella había sentido.

Para ello había enviado a sus Siete fieles hermanos a sembrar una destrucción aún mayor que la que habían provocado aquellas deidades en las que los humanos tanto creían.

La Diosa se había cansado de protegerlos.

La humanidad debía experimentar aquellos sentimientos y emociones que a ella la estaban consumiendo sin remedio.

Esa maldita desesperación que la carcomía por dentro.

Si la Diosa los había creado a su imagen y semejanza, su creación traidora tendría que experimentar lo mismo que sentía ella.

Todo aquel dolor, deseo de venganza, traición, codicia, frustración...que se acumulaban sin parar en su corazón.

Después de todo, ellos eran los que habían decidido darle la espalda a su creadora y ahora, debían asumir las terribles consecuencias.

Ya podían rezarle a todos aquellos dioses en los que tanto habían confiado a ver si estos tenían poder suficiente como para evitar que sufrieran la crisis que se avecinaba amenazadoramente.

"Los Siete Lores de Promisedland" se habían transformado en "Los Siete Pecados Capitales" adquiriendo el título de demonios y tentando a aquellos ingenuos a destruirse entre sí.

Y aún así, despues de verlos sufrir toda aquella tortura, ella no se sentía mejor.

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La voz en su cabeza seguía pidiendo venganza y la estaba volviendo completamente loca.

Aunque tenía razón.

Todo ello merecía ser destruido.

Desde el principio de los tiempos incluso los dioses tenían una jerarquía establecida en la que era obligatorio rendirle homenaje y tributos a las Deidades Supremas Creación y Destrucción, ya que estos eran la fuente de la vida y la fugacidad de esta.

Y esos desgraciados solamente la habían obsequiado burlas y risas, le habían prohibido ver a su esposo, la habían tenido observando como este se veía obligado a estar con otras mujeres y cuando ella trató de salvarlos con toda su buena intención habían corrompido a su creación consiguiendo que esta se volviese en contra de su creadora.

-¡Deben desaparecer! ¡Destrúyelos, te han hecho daño!- Volvió a gritar la voz en su cabeza.

A la joven le dolía el pecho cada vez que lo recordaba pero aún así todavía tenía esperanzas.

Quería creer una última vez.

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Y justo cuando lo estaba reflexionando una sirvienta llamó a su puerta.

Era su Príncipe Heredero seguido de aquella "Zorra Imperial" que se lo había robado.

Él se encontraba notablemente incómodo sosteniendo la mano de aquella vil mujer pero eso era algo que lamentablemente, la joven, no logró percibir de la misma manera.

Ella seguía teniendo heridas muy graves que le dificultaban el movimiento y por eso se sintió demasiado agraviada cuando la Diosa de la Belleza la instó a hacerle una reverencia de rodillas para demostrar respeto.

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Al final, lo había conseguido.

Durante el tiempo en el que la salvaje había estado ausente, ella había aprovechado para hacerle compañía al Principe Heredero logrando quedar embarazada.

En su vientre, llevaba al próximo sucesor Imperial y gracias a eso, había obtenido el derecho para convertirse en la Princesa Consorte y la siguiente regente del Harén.

Y ahora, hiciera lo que hiciese nadie podría tocar ni uno de sus cabellos por lo que con audacia decidió descaradamente acabar con su vida delante del mismísimo Príncipe Heredero.

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La Diosa de la Belleza no pudo evitar regodearse con superioridad cuando vio la cara que se le quedó a la salvaje tras anunciar su nuevo estatus y embarazo.

Y efectivamente, el corazón de ella se quebró al escuchar las "nuevas" y "felices" noticias que ambos tenían que ir transmitiendo por todo el palacio.

La joven Diosa lo había seguido hasta aquel nido de avispas soportando todo el dolor de sus ataques en el proceso y él a cambió se había ido con otra mujer.

Ella había sacrificado incluso su capacidad para gestar hijos a cambio de poder salvar su reinado y al final eso era lo que la había derrotado.

Conteniendo las lágrimas y arrodillada soportando en aquel suelo frío y el dolor de las heridas vendadas por debajo de aquel fino vestido, su corazón se quebró de nuevo.

Había sido una estúpida y por ello ahora tocaba asumir las consecuencias y sonreír aparentando alegrarse por la noticia que había revolucionado Los Nueve Cielos.

Solamente podía mirar y felicitarlo mientras por dentro se sentía completamente devastada.

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-Es suficiente, debes destruirlo todo.-

La voz era tentadora y tenía razón.

Había sido suficiente y tenía incontables razones para arrasar con todo aquello pero al mirar los ojos azules del Príncipe Heredero se volvió a pedir una oportunidad más, la última.

Si él la dejaba regresar a su hogar, ella lo olvidaría todo y nunca se entrometería de nuevo en los asuntos de la corte.

Solamente tenían quería volver ilesa, no pedía más.

Ella echaba de menos aquellos campos de peonías blancas entre los que había jugueteado toda su infancia y deseaba poder borrar de su memoria todo el tiempo que había pasado alejada de su Paraíso.




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