La era de los dioses. Año desconocido. Mundo humano, pequeña y vieja granja en alguna parte de La Tierra.
Cuando la joven despertó, pudo observar aquellos pares de ojos curiosos que la miraban con intensidad. Era la primera vez que veía niños humanos tan de cerca.
Cuidándola entre susurros, una anciana pareja se alternaban entre sí para vigilar su estado cubriendo aquella empapada frente con un paño con el fin de secar el sudor restante.
¿Qué demonios había pasado?
Ella, una deidad se encontraba rodeada de meros humanos y algo que le extrañaba era el agudo dolor que su cuerpo estaba sintiendo en aquel momento.
¿Ya había llegado a su límite?
La Diosa de la Guerra estaba segura de que aún no había exprimido todo el potencial de sus dones y no había llegado el momento, pero aún así, esa dolorosa sensación se filtraba a través de sus huesos quemándola por dentro.
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Ese sufrimiento lo conocía debido a que se veía obligada a experimentar aquella tortura una vez al mes en los días de luna llena.
En ese periodo de tiempo La Diosa de la Guerra solo podía sentarse en posición de loto y meditar rodeada de sus siete quiénes trataban de canalizar todo el sufrimiento que recorría su cuerpo.
El espíritu destructivo que ella poseía en su interior, esa parte que se encargaba de protegerla y que ahora había salido para no retornar, era consciente de que solamente existía una solución.
Pero para llevarla a cabo, ella tendría que reunir el suficiente odio como para poder lanzar una maldición cargada de aquel sentimiento que lo arrasaría todo.
Y eso, incluía romper los hilos del destino descuartizando a la deidad que se encargaba de tejerlos y vigilarlos para acabar con toda aquella mierda.
Tarde o temprano, aunque su bondadosa otra parte se negara, tendría que enfrentarse cara a cara contra la persona que la había encerrado en esa estúpida relación tóxica llevándola hasta el extremo de verse obligada a destruirlo todo.
Y por desgracia para el Príncipe Heredero, aquella maliciosa deidad ya no era aquella chica inocente a la que amó alguna vez si es que en verdad lo hizo.
Su nuevo "yo" pretendía rehacer la realidad para crear una dictadura en la que su persona fuese la máxima autoridad.
Un mundo en el que cuya presencia fuese lo más imprescindible que el nuevo espacio poseyera.
¿Eso estaba mal? ¿Acabar con todo era un acto egoísta?¿Y qué?
Todos aquellos seres a los que alguna vez entregó su corazón la habían fallado, a ella y a sus progenitores.
Todos merecían desaparecer y aunque no fuese capaz de crear el nuevo plano, al menos los traidores dejarían de ensuciar su preciado mundo.
Y eso era motivo más que suficiente para que la joven diese su vida a cambio e incluso, para que aguantarse todo aquel dolor sin abrir la boca aceptando el camino que había elegido.
Solo destruyendo lo existente ella podría crear algo nuevo, algo mejor.
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Uno de los niños se acercó con curiosidad.
El pequeño aún estaba triste por la muerte de su padre en aquel sangriento campo de batalla.
Su madre había fallecido durante el parto de otro de sus hermanos y ahora, aquel mentiroso al que llamaba padre, ese que había prometido regresar a casa sano y salvo para volver a ver a su familia, había sido incinerado y sus restos habían ido a parar a una vulgar y vieja vasija sobre la que sus abuelos lloraban amargamente.
¿Por qué no pudo haber sido asesinado aquel imbécil que se hacía llamar amigo de su padre?
¿Qué demonios había visto su él en ese hombre cuya cobardía se notaba a leguas?
¿Acaso no era lo suficientemente bueno como para juzgar a las personas?
El niño miró con rabia una vez más hacia el repulsivo mejor amigo de su padre quién estaba tumbado mientras temblaba levemente, incapaz de abrir los ojos.
Esa familia gorrona vivía del trabajo que hacían sus abuelos en la granja, como si los tres hermanos no fuesen suficientes personas que alimentar.
El marido, la mujer embarazada y el hijo que venía en camino llevaban meses prometiendo que cuando acabase la guerra construirían una casa al lado de la pequeña y deteriorada granja, pero el niño lo sabía.
Ese dinero que decían tener para la casa bien podrían gastarlo en una ayuda para aquellos ancianos que les daban cobijo sin pedir nada a cambio.
Y mientras miraba como la mujer con la enorme tripa le decía cariñosamente al hombre.
-Has regresado a casa, mi amor.-
El pobre no pudo evitar pensar con envidia que mientras aquella familia estaba completa y feliz, la suya se desmoronaba a en miles de pedazos.
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Viendo como sus hermanos se acercaban a la desconocida, él, curioso también quiso echar un pequeño vistazo y al observarla de cerca, fue incapaz de contener sus impulsos.
Sus regordetas y vivaces mejillas se sonrojaron mientras sus manos infantiles se dirigían a tientas hacia la fría piel de la hermosa dama.
Era la primera vez que aquel pequeño veía una chica de tal calibre y por ello solo pudo quedar anonadado.
La mujer que su abuelo había recogido en el campo de batalla junto al cadáver de su hijo y a su malherido mejor amigo, era una exótica belleza.
Poseía cabellos color plata y brillantes ojos escarlata que infundían algún tipo de temor.
Y para colmo, el simple traje de campesina con el que su abuela la había vestido, hacía que su aspecto resaltase aún más, como si no perteneciese a ese mundo.
Ella debía ser una inmortal de esas que se mencionaban en las leyendas.
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La joven se levantó con suavidad permitiendo que aquel pequeño astuto siguiera acariciándola con gusto.
Era la primera vez que había experimentado un contacto de ese tipo.
Uno tan inocente, como el que debía pertenecer a todos los niños.
Y ella, era una mujer con un fuerte instinto maternal que anhelaba tener un hijo que poseyera una excelente mirada de águila cazadora, como la de aquel chico.