BERWIN
Tenía unas vistas y panorama espectacular.
Por un lado, se hallaba Lady Danai Fitzgerald, con su porte de ser celestial enfundada en ese vestido blanco virginal que caía vaporosamente hasta el suelo, haciendo que su piel se viese cremosamente apetecible, su cabello trenzado exquisitamente como de costumbre, dejando al descubierto su rostro ovalado y pómulos acentuados, siendo en complemento perfecto para su nariz pequeña respingada y labios en forma de corazón, aunque sus ojos azules zafiro se llevaban el protagonismo al brillar con luz propia bajo la luz del salón.
Era el sueño hecho mujer, sin embargo, su mirada no pudo quedarse por mucho tiempo en ella, porque el otro extremo del salón lo jalaba, y por más de que deseara no prestar atención, tenía que.
Era imposible de ignorar.
Mas de la mitad de los caballeros del salón lo sabían, y no precisamente por ser una Princesa.
Su altura destacaba por encima de la media, aunque no era eso lo que atraía.
Su mero perfil era absorbente, ni siquiera lo estaba mirando y sentía la garganta reseca.
Sus curvas exquisitas se acentuaban de una manera delirante en ese vestido que parecía del color de su delicada piel, resaltando el cuerpo formado que portaba, dejándolo sin aliento, y deseando que sus ojos se encontraran.
Cosa que no demoró en pasar, porque al parecer se sintió observada, ya que sin dejar de asentir y sonreír a su madre giró la cabeza para saber quién la estaba acechando, quedando por un momento congelada cuando lo descubrió detenido en la mitad de la escalinata, y apenas sus miradas impactaron…
Jo… joder.
Hasta sus pensamientos tartamudearon.
Esos benditos ojos, y el brillo que expedían no tenían comparación.
Porque podían ser como cualquier otro tono azul, pero estos tenían algo especial.
La manera de mirarlo, el brillo que emanaban.
Ella no parecía un ser celestial, más bien daba la apariencia de ser la personificación de sus más oscuros deseos, acechándolo, hasta el punto de hacerlo sucumbir ante sus más primitivos instintos.
—No le hacen justicia las habladurías sobre su aspecto —escuchó de lo lejos que decía Alistair Stewart —. Esa princesita alemana es un verdadero monumento —con ese comentario por fin pudo salir de la nebulosa a la que lo inducia esa mujercita.
Para que mentirse, era tremendo mujerón.
—Te la cedo —soltó en un gruñido obligándose a dejar de mirarla, y moverse lo más lejos de su estampa.
Claramente no se deshizo del pelirrojo ni de sus otros camaradas que lo perseguían, pero al saberla lejos de su campo de visión fue un alivio momentáneo, siendo la perfecta combinación una copa de whisky que interceptó del primer mesero que se topó, frenando su caminata solo cuando se internó en el salón dispuesto para los caballeros.
De un sorbo se bebió la mitad del contenido, entreteniéndose con el líquido que quemaba su garganta.
—A ese paso le estarás haciendo competencia a Portman —el imbécil que bebía los vientos por Lady Harris, y ahora estaba tomándose hasta el agua de los floreros al saberla imposible, pese a que tenía más amantes que Londonderry, y se pavoneaba con ellas sin importarle dejar en ridículo a su esposa —, y en cuanto a tu propuesta, me encantaría aceptarla, pero no creo tener lo que se necesita para mantener contenta a alguien de su nivel —alzó las cejas por sus palabras, haciendo que el pelirrojo riera —. Poseo mis atributos bien desarrollados y destacables, sin embargo, en el momento en que te miró como si fueses lo único que existía en el salón, por lo menos la mitad de los caballeros desistimos de la idea de pensar que si quiera el saludo cordial que nos obsequiará nos pertenece —boqueó sin saber que decir, con la voz extinguida mientras Londonderry se ahogaba con su bebida, y Portland no disimulaba la sonrisa de medio lado, más que evidente de la burla con la que lo estaba juzgando.
No obstante, la conversación que giraba en torno a él y su aparente prometida no confirmada, pero que todo el mundo se la endosaba, quedó en segundo plano cuando en la escalinata la nueva esposa de Archivald Stewart hizo su entrada triunfal bajando las gradas sentada, dejando a todos atónitos, formando un silencio ensordecedor.
—Mierda —espetó Alistair —. Mi cuñadita se aboyó las posaderas —se hubiese reído de ese comentario si la persona que la auxilió no le hubiese terminado de quitar lo que le quedaba de diversión en el cuerpo.
Charles Habsurg Von-Brandt, Conde de Luxemburgo.
De inmediato giró la cabeza topándose con el rostro inexpresivo y la mirada distante de Portland, no siendo el único que lo estaba observando, porque Londonderry viajaba entre la sorpresa y la preocupación, claramente ignorando que llevaban semanas en el país.
No entendía porque Cayden no se lo dijo, pero tampoco estaba en la labor de averiguarlo cuando la cabeza la tenía llena de la rubia alemana.
¿No se cansaba de habitar en un lugar tan formidable?
No se merecía ninguno de sus pensamientos, pero tenía la mayoría de estos.
Se empinó lo que quedaba de su copa dejándola en la primera mesa que encontró, regresando a su grupo de camaradas, que estaban parlamentando sobre el regreso, de al parecer, dos del grupo de disolutos que le hacía competencia al de ellos.
Para ese momento se les habia unido Lord Adler Somerset, Duque de Beaufort, y con una rapidez espeluznante también lo hizo Rothesay, cuando momentos atrás era de los que estaban en la escalinata compartiendo unas palabras con Luxemburgo, y como guinda de pastel también estaba el de nuevo amarrado de Archivald Stewart, que no seguía el rumbo de su conversación silenciosa, porque ninguno hablaba, solo se miraban poniéndose de acuerdo por quien abriría la boca para meter la pata.
—Sabia de las probabilidades de que Douglas Pusset regresara, pero no que continuara con Luxemburgo amarrados de la cadera al punto de seguirlo de vuelta —ese fue el Duque de Rothesay, que estaba lanzando comentarios al azar siendo el primero en sacarlos del silencio ensordecedor.
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Editado: 08.07.2024