La luz de la plaza era plateada, el cielo nuboso y helado. En esa fría tarde de invierno, una leve neblina que se elevaba de la laguna y de los numerosos canales, lo envolvía.
Aidan Miller cruzó con lentitud la plaza de San Marcos, sin que le importara en absoluto el clima. Había hecho demasiados intentos fallidos para llegar a Venecia y estaba feliz de haberlo logrado por fin.
Era un alivio estar allí después de la vida en los campos de batalla de Bosnia; también era un alivio contar con la cooperación de las mareas y los vientos que evitaban que Venecia estuviera inundada, cosa que por lo general sucedía en esa época del año. Pero aunque lo hubiera estado, a él tampoco le habría importado. Los venecianos siempre se las arreglaban muy bien cuando la ciudad estaba bajo agua, ¿entonces por qué no él?
Durante los últimos años había ido a Venecia siempre que le resultaba posible. Era relativamente fácil llegar hasta allí desde cualquier ciudad de Europa, donde él se encontrara asignado por su cadena de televisión. Y siempre, después de pasar apenas un par de días en Venecia, tenía una sensación refrescante, el espíritu más aliviado y la moral más elevada.
La Serenísima, llamaban los venecianos a esa ciudad y palacios flotantes, resplandeciente de colores y de luz, a esa ciudad rebosante de tesoros artísticos y de joyas arquitectónicas. Aidan consideraba que era uno de los lugares más fascinantes y evocativos del mundo, y que sin duda debía encantar incluso a las personas más cultas.
Cinco años antes, durante su primera visita, pasó gran parte de su tiempo dentro de esas iglesias y palacios, solazándose con los cuadros de Tiziano, Tintoretto, Veronese, Tiépolo y Canaletto. Esas obras de arte lo emocionaban con su incomparable belleza y, allí en adelante, la escuela de pintura veneciana fue una de sus favoritas.
Siempre deseó saber pintar, pero en ese aspecto no tenía ninguna habilidad. Su único talento residía en el uso de las palabras.
Esa semana en Venecia era el tiempo que se dedicaría a él. Lo necesitaba, tenía necesidad de volver a ser él mismo después de tres meses de estadía en Bosnia-Herzegovina. Se sentía disminuido por el conflicto del que fue testigo en los Balcanes, y vacío, cansado de la guerra, de la destrucción y de las matanzas.
Quería olvidar. No porque alguna vez pudiera llegar a olvidar nada de lo que vio. ¿Quién podía hacerlo? Pero por lo menos podría convertir esas horrendas imágenes que todavía le resultaban tan vívidas en algo más difuso, a pesar de que le habían dejado una cicatriz terrible en la mente.
Jérémie Peterson, su amigo más íntimo y corresponsal de guerra para la revista Time, estaba convencido de que ninguno de los periodistas podría borrar las violentas imágenes de Bosnia. “Las tenemos atrapadas en la mente, como moscas en la miel, y están allí para quedarse” decía a cada rato Frankie. Y Aidan coincidía con él. Todos ellos habían sido testigos de un exceso de salvajadas que les dejaron una impresión indeleble.
Jérémie y Aidan se conocieron en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Columbia y desde entonces siguieron siendo amigos. Con frecuencia les tocaba cubrir las mismas guerras, las mismas historias, pero aún cuando no era así y se encontraban en distintos lugares del mundo, permanecían en contacto.
En ese momento Jérémie estaba destacado en Beirut, pero llegaría a Venecia en un par de horas y ambos podrían pasar algunos días juntos. A fines de esa semana, Jérémie volaría a Nueva York para celebrar el cumpleaños número setenta de su padre.
Aidan se alegraba de que antiguo amigo pudiera reunírsele. Eran excepcionalmente unidos, compartían idénticos intereses y se comprendían bien, por lo general estaban en la misma frecuencia.
De repente Aidan se dio cuenta de que era la única persona que se encontraba en la Plaza de San Marcos, solo, con excepción de las bandadas de palomas. Las aves volaban a su alrededor y luego ascendían más allá del techo de la Basílica. Por lo general esa plaza era el centro de la animación de Venecia, llena de turistas procedentes de todas partes del mundo. En ese momento, él era su solitario ocupante y, al mirar a su alrededor, le resultó extraño y surrealista.
Mientras continuaba caminando, por primera vez, notó el pavimento de la plaza. En el pasado, cada vez que caminaba allí, éste estaba cubierto por centenares y centenares de pares de pies, lo cual era, sin duda, el motivo de que hasta ese momento no hubiera reparado en él.
Siguió con la mirada el dibujo del piso: piedras chatas y grises cubrían la mayor parte de la plaza, equilibradas en ambos lados por angostas bandas de mármol blanco colocadas en forma tal que formaban motivos clásicos. En el acto le llamó la atención la manera en que esos motivos conducían la mirada y los pies hacia la Basílica. “Y no es accidental”, pensó mientras seguía caminando. Al llegar a la iglesia, no entró, dobló hacia la izquierda y bajó a la Piazzetta San Marco, que conducía al borde del agua.
Durante un largo rato, Aidan permaneció mirando la laguna. El cielo y el mar se confundían para convertirse en una vasta extensión de un gris apagado que, a la luz del atardecer, pronto comenzó a tomar aspecto de un cromado opaco.
Allí reinaba tanta paz, que parecía increíble pensar que justo del otro lado del mar Adriático todavía rugía una guerra sangrienta. “En realidad, nada cambia jamás —pensó Aidan mientras se volvía por fin para alejarse del agua—. El mundo es igual a lo que siempre ha sido, lleno de monstruos, lleno de maldad. No hemos aprendido nada a lo largo de los siglos. No estamos más civilizados ahora que en la Edad Oscura.” Las monstruosidades del hombre le produjeron un sobresalto.
Se acurrucó más dentro del impermeable y retrocedió por la plaza desierta. En ese momento, comenzaba a caer la noche, apuró el paso en dirección al Gritti Palace, el hotel donde siempre se hospedaba. Le gustaba el antiguo encanto del lugar, su confort y su elegancia.