Capítulo 1:
LLUVIA
A menudo escuchar la lluvia me relaja, sin importar si es una simple llovizna o una tormenta. El simple hecho de oír el agua caer sobre el techo o la tierra me da una sensación parecida a la de un niño al escuchar una canción de cuna. Este pensamiento recorre la mente de Ángel mientras observa la lluvia por la ventana del autobús.
El joven, de apenas veintidós años, recibe una llamada en su celular. Se coloca los audífonos y responde con un tono serio, elegante y directo:
—¿Qué tienes para mí ahora?
Quien lo llama es otro joven de su edad. Con una voz entre nerviosa y tímida, le contesta:
—Pues... necesito que reduzcas un stream de seis horas a quince minutos.
Ángel suspira, tal vez por molestia o simplemente porque ya esperaba algo así. Sin cambiar su tono, le responde:
—Está bien, pero te costará el triple por la edición, y no quiero fecha límite.
El otro cambia su voz a una más alegre y juguetona, despidiéndose rápidamente:
—¡Entendido! Gracias, eres el mejor.
Ángel saca su laptop y, al ritmo de música ochentera que filtra en sus audífonos, comienza a revisar el stream grabado, analizando qué quitar y qué dejar.
La luz de la pantalla se refleja intensamente en sus ojos color café claro, fijos en cada cuadro, mientras los demás pasajeros del autobús duermen arrullados por la lluvia de medianoche. Él trabaja con expresión de aburrimiento, pero se mantiene despierto.
Con el amanecer, los rayos del sol despiertan a la mayoría de los quince pasajeros. Ángel, con ojeras marcadas, apunta a mano en su libreta el minuto y segundo exacto del clip que debe conservar. Luego apaga su laptop tras una larga noche de trabajo.
Con la frescura de la mañana y una llovizna ligera que humedece el aire, el autobús llega a un pueblo pequeño de no más de seis mil habitantes. Cada casa tiene su estilo: algunas son antiguas remodeladas y otras recién construidas desde los cimientos.
Ángel baja y espera a que los ayudantes del transporte le entreguen su equipaje. Mientras tanto, se acerca a un puesto de comida callejero por un vaso de café caliente.
Mientras lo toma en silencio, observando a la gente moverse por la terminal, llegan dos mujeres y un hombre, todos de su edad.
—Eres muy fácil de perder de vista —exclama Leslie con tono de molestia juguetona mientras pide algo de comer.
—Solo quería paz y silencio —responde Ángel sin mirarlos, con una seriedad igualmente juguetona.
—Espero que no pienses que vamos a llevar todas las maletas a la casa —le dice Dilan, dándole una palmada en la espalda con fuerza. Ángel derrama un poco de su café al suelo.
—Para eso les pago, idiota —responde Ángel elevando ligeramente la voz, con una pizca de enojo.
Samantha les entrega un sándwich de pollo a ambos y, con tono de regaño, los reprende:
—Dejen de hacer el ridículo y compórtense.
Recolectan el equipaje y, después de unos minutos en taxi, llegan a una casa pequeña: dos cuartos, sala, cocina, baño y un modesto patio trasero con un árbol frondoso.
—¿De verdad esta cosa te costó tanto dinero? —pregunta Leslie con notable decepción.
—Fueron veinte mil por 16 meses —responde Ángel con seriedad.
—Por lo menos está en buen estado —dice Samantha, intentando ver el lado positivo.
—Como sea... desempaquen y empiecen a editar sus videos correspondientes. Necesitamos generar dinero —la voz de Ángel se torna más firme y directa.
Cuando todos terminan de desempacar, Leslie tiene el almuerzo listo: espagueti para todos, aunque apenas llena la mitad de la olla.
—Dudo que tan poco nos vaya a llenar —susurra Dilan con leve disgusto.
—Es lo que hay hasta que terminemos de editar los videos —responde Ángel mientras todos se sientan.
Samantha nota algo en su tono y le dice con un matiz de regaño:
—Deberías dormir un poco después de comer.
—No hasta terminar el video —contesta Ángel con necedad.
Ella eleva la voz:
—Si te enfermas, solo nos perjudicarás.
Él se limita a responder:
—Está bien... pero no grites.
Y así sucede. Ángel se va a dormir, y los demás se dedican a trabajar.
Mientras cada uno edita un video diferente de sus respectivos clientes, comparten consejos de edición y bromean en voz baja.
Leslie guarda silencio por unos segundos y pregunta, con suma seriedad:
—¿Cuánto dinero creen que le queda a Ángel... y a la compañía?
Dilan, con frustración mezclada con resignación, contesta:
—Menos de dos mil.
Ella se exalta:
—¡Eso apenas nos alcanzará para un mes de sueldo! Y ni hablemos de la comida...
Samantha los interrumpe:
—Shhh... mientras más rápido editemos los videos, más pronto nos pagarán. Así que dejen de quejarse.
Dilan lo toma con humor:
—A sus órdenes, jefa.
Pasadas las horas, Leslie despierta a Ángel.
Se sienta en su cama y comienza a moverlo suavemente.
—¿Qué pasa? —pregunta él, aún somnoliento.
Ella, con seriedad juguetona, le dice:
—Necesito que vayas por verduras para hacer la cena.
Él suspira, agotado, y apoya la cabeza cerca de ella:
—Quiero morirme —dice de manera exagerada, siguiéndole el juego.
Después de caminar unos quince minutos, Ángel llega a la tienda, compra lo necesario y emprende el regreso.
Camina por calles aún mojadas por la lluvia. Pone la bolsa en el suelo para revisar su billetera.
—Menos de cien... Tendré que sacar dinero del banco —susurra para sí mismo, con una leve molestia.
Sin previo aviso, un niño pequeño toma la bolsa y sale corriendo.
Ángel, sorprendido, lo sigue por varias cuadras, atravesando esquinas y charcos bajo una luz grisácea.
El niño entra a una casa con el techo colapsado. Ángel lo ve entrar y, sin pensarlo demasiado, se adentra entre los escombros.
A la estructura solo le queda un cuarto en pie. Al llegar allí, es recibo por la imagen de un niño de no más de siete años, apuntándole con una rama, mientras dos niñas y una niño, todos menores que él, se esconden detrás de él. Una niña más yace dormida en el piso, sudando y quejándose de dolor.