Capítulo 2:
FRÍO
Un recuerdo reprimido llega a la mente de Ángel. No se ve nada, solo se escucha la voz temblorosa de un niño que, entre sollozos, dice:
—Hermanito... hermanito, despierta...
Ángel regresa a la realidad. Frente a él, el niño de la rama grita con total ferocidad:
—¡Atrás! ¡Atrás!
—La niña... está enferma —la voz de Ángel intenta mantenerse firme, pero hay algo en su tono que tiembla, una grieta casi imperceptible.
La niña que se escondía sale lentamente de entre los escombros. Sus mejillas están sucias, sus ojos brillan de angustia. Con voz entrecortada le suplica:
—Por favor... ayúdela, por favor...
Ángel observa al niño que sostiene la rama. Su mirada está clavada en él. Suavizando el tono, le dice:
—Si está enferma, hay que llevarla al doctor.
El niño se queda inmóvil unos segundos. Aprieta los dientes, baja la vista, y deja caer la rama al suelo. Un par de lágrimas silenciosas recorren sus mejillas.
Ángel se acerca y toca la frente de la pequeña de unos tres años. Su piel está ardiente, empapada de sudor. La niña se queja con un gemido débil y entrecortado. Él la envuelve cuidadosamente en su suéter.
Salen de la casa en ruinas. El niño de siete años carga en brazos a una niña de dos, y detrás de él los sigue otra niña, de seis, quien sostiene a otro niño pequeño, también de dos años.
—¿Por qué… por qué están solos? —pregunta Ángel, con tono suave, sin querer romper el frágil equilibrio de ese momento.
El niño mayor contesta sin mirar atrás, con la voz apagada por la resignación:
—Las encargadas del orfanato nos mandaban a pedir dinero... pero ya no regresaron por nosotros.
El silencio que sigue es denso. Ángel asiente con la mirada baja, y continúan el camino.
Llegan al hospital. La niña es atendida mientras los cinco esperan noticias en la sala de espera.
Su celular suena. Ángel contesta con discreción. La voz airada de Samantha retumba al otro lado:
—¿Dónde carajos estás?
Ángel se pone de pie y, haciendo una seña para que los niños permanezcan sentados, sale al patio del hospital. El aire es frío, cortante.
—Estoy en el hospital —dice, apenas más alto que un susurro.
Samantha no deja espacio para explicaciones:
—¿Qué? Vamos para allá —y corta la llamada.
Ángel respira hondo. El viento le sacude el rostro. En voz baja, murmura para sí:
- Mierda....
Al volver a la sala, pasa junto a una máquina expendedora. Compra un par de paquetes de galletas y los reparte entre los niños. Ellos devoran el alimento con la urgencia de quien ha esperado demasiado.
Minutos después, una doctora se acerca y se lleva a Ángel al cuarto donde está la niña. Los demás permanecen en la sala, sentados en silencio, con las cabezas agachadas como si esperaran un castigo.
Los minutos se estiran, pesados como el aire invernal. Finalmente, Ángel regresa con un papel en las manos. Los dos niños mayores corren hacia él, preguntando al mismo tiempo:
—¿Cómo está?
—No se preocupen —responde con voz serena—. Solo es gripe. Estará bien.
En ese instante, llegan Leslie, Samantha y Dilan. Leslie, jadeando, le grita:
—¡No nos asustes así, idiota!
Los tres se quedan perplejos al ver a los niños.
—¿Qué rayos pasa aquí? —pregunta Dilan, confundido.
Ángel les indica a los pequeños que esperen sentados, y guía a sus amigos al exterior. El aire afuera es aún más cortante. Una hoja se despega de un árbol y cae justo entre ellos.
Ya fuera, Ángel les cuenta todo lo ocurrido. Samantha responde con firmeza:
—Hay que llamar a servicios infantiles.
—Lo hice apenas supe que la niña estaría bien, pero... dijeron que no podían venir. No hay orfanatos cerca, y dicen que no es su problema si no están en su zona —explica Ángel, con una tristeza contenida bajo su tono serio.
—Este gobierno es una mierda —responde Samantha, llena de rabia.
Dilan se fija en el papel que Ángel tiene en la mano, y se lo quita bruscamente.
—¿Mil quinientos? —dice, con la voz rota por el enojo y tira el papel.
Leslie explota:
—¡Has gastado casi todo lo que tenía la compañía! ¿Ahora cómo sobreviviremos?
Ángel intenta calmar la tormenta:
—Lo resolveremos. Solo hay que seguir trabajando...
Pero Dilan lo interrumpe, agotado:
—Ya no puedo con esto. Me largo.
Leslie lo sigue, y entre frustración y tristeza lanza un último grito:
—Lo siento... es demasiado.
Samantha camina tras ellos en silencio, sin mirar atrás.
Ángel se queda solo en el estacionamiento. La brisa helada agita las ramas. El cielo está gris, como si también le pesara el abandono.
Recoge el papel del suelo y lo contempla unos segundos antes de volver al hospital.
Al entrar, los niños están inquietos.
—¿Qué pasa? —pregunta Ángel, acercándose.
—Los bebés se ensuciaron —responde el niño mayor, apenado.
La expresión de Ángel se transforma en una mueca de incomodidad. No la disimula.
—Está bien... vamos al baño —dice, mientras lucha por contener las ganas de vomitar.
Minutos después, salen del baño con la tarea cumplida. A pesar de sus esfuerzos, Ángel termina vomitando al final. Pero no se queja. Solo se limpia y sigue.
Los niños mayores se duermen en sillas individuales, encogidos como gatitos bajo la lluvia. Los bebés se acurrucan en el sofá junto a Ángel, que se queda despierto, cuidándolos durante toda la noche.
A la mañana siguiente, la niña es dada de alta. Ángel firma el papeleo. Salen juntos del hospital.
—No es tan grande... pero creo que por el momento será suficiente —dice, mientras abre la puerta de casa.
Los recibe el aroma cálido de huevos fritos. En la cocina, está Samantha, preparando el desayuno.