El asfalto se estiraba recto hasta que, de repente, la bahía se abrió delante de ellos. San Francisco apareció entre la bruma: el puente colgando como una cicatriz roja, los edificios recortados contra la niebla, las colinas sembradas de casas que parecían trepar unas sobre otras. Chase se inclinó hacia el vidrio, tratando de abarcarlo todo.
—Nunca vi una ciudad así.
Jake ni giró la cabeza. Se limitó a cambiar de carril mientras mascaba chicle.
—Sí, bueno, prepárate para el tráfico.
El auto descendió hacia calles más anchas, donde los rótulos de neón y las antenas en los techos daban la sensación de que alguien vigilaba desde todos lados. Jake metió el coche en un estacionamiento frente a un complejo de oficinas sin gracia, bloques grises rodeados de rejas y cámaras que giraban lento.
El motor se apagó.
Chase, mirando hacia las oficinas, dijo:
—Esperemos que esta pista sea buena.
—Debería; así compensa los problemas que tuvimos que pasar para llegar hasta acá —dijo Jake, recordando a Medusa.
—Según el señor Ian, esta es la mejor empresa en cuanto a almacenaje —dijo Chase—. Con solo pasar por recepción y usar la tarjeta, decía, ya teníamos la entrada.
Chase abrió la mochila en el asiento del acompañante y apoyó la notebook sobre sus rodillas. La pantalla iluminó el interior del Charger con un resplandor azulado. Sacó la tarjeta de Abraham y la dejó sobre el apoyabrazos. Mientras el ventilador del portátil empezaba a zumbar, sus dedos se movieron rápidos, seguros, como si ya hubiera hecho esto demasiadas veces.
Un par de minutos después, Chase levantó la vista con una media sonrisa y sostuvo entre los dedos una tarjeta recién clonada.
—Listo. La réplica tiene los datos de Abraham.
Guardó ambas en la billetera y soltó el aire.
—¿Crees que funcione?
Jake lo miró, arqueando una ceja.
—Funcionará lo suficiente. El recepcionista no va a sospechar de una tarjeta que parece en regla… salvo que empieces a tartamudear.
Chase bufó, cerrando la notebook.
—Yo no tartamudeo.
Y Jake, saliendo del auto, solo le dijo:
—Claro que sí.
Se acercaron al edificio y abrieron la puerta. El lugar era frío y corporativo, con el recepcionista en el medio. Jake se adelantó para hablar.
—Bienvenidos a Security Management LLC. ¿Cómo puedo ayudarlos? —saludó el hombre.
—Buenas tardes, vinimos a buscar algo que nos pidió nuestro abuelo en la sala… —respondió Jake.
—Sala 20, bóveda 5 —dijo Chase, intentando sonar serio.
—Déjenme buscar… Ya la encontré. Entonces, ustedes me dijeron que son nietos del señor Abraham Banister.
—Sí. Nos dio la tarjeta y nos dijo que podíamos buscar algo en su lugar —dijo Jake, confiado.
—Es raro, porque el señor Abraham no concretó ninguna cita para que ustedes vengan. Déjenme llamarlo por motivos de seguridad.
—Si no hay ningún problema —contestó Jake con cara seria.
Chase estaba sudando bastante, con miedo de ser descubierto. Tras unos segundos de espera, el recepcionista regresó con el teléfono en la mano.
—Disculpen, no pude comunicarme.
Jake, sagazmente, agarró su celular.
—Si quiere, yo lo llamo. Seguro tengo más suerte.
Marcó el número y, después de unos segundos, Ian contestó:
—Hola, Jake, ¿qué necesitas?
Jake, con una sonrisa, dijo:
—Hola, abuelo Abraham.
—¿Abuelo? —preguntó Ian.
—Sí, abuelo —repitió Jake, haciendo énfasis—. Necesitamos tu autorización para entrar a la bóveda. Te pongo en altavoz.
Ian rápidamente acomodó la voz. El recepcionista habló:
—Buenas tardes, señor Banister. Perdón que lo moleste, pero no agendó una cita para venir.
—Sí, es mi culpa, me olvidé. Pero necesitaría que les dé la autorización a mis nietos para entrar, por favor.
Jake cortó la llamada rápidamente. Con eso lograron convencer al recepcionista, que llamó a un guardia para que los llevara hasta la bóveda.
Al llegar, tuvieron que usar la tarjeta que Chase tenía. Le sudaban los dedos, pero la pasó rápido y funcionó.
El guardia se retiró después de abrir la puerta.
—Yo estaré en el cuartel de vigilancia por si necesitan algo.
Chase le agradeció y entraron. Buscaron algo que los llevara al abuelo o al menos los acercara. Revisaron varias cajas y baúles, hasta que Jake, observando ciertos minibauletes, notó uno que destacaba: tenía un candado, estaba más limpio y, en el polvo alrededor, se veía que lo habían movido. El resto permanecía intacto.
Jake llamó a Chase y le mostró.
—¿Tu abuelo habrá estado acá? Porque este baúl parece que fue abierto.
—Genial. Entonces puede ser que siga acá —dijo Chase.
Jake le pidió un clip. Chase abrió la mochila y se lo dio. Jake lo puso en el candado y lo abrió, descubriendo que no había nada en el baúl.
—No hay nada… ¿Cómo puede ser esto? —dijo Chase.
Jake razonó:
—Si tu abuelo escondió algo importante en este baúl, habrá sido la pieza que buscamos. Pero no tiene sentido que la guardara acá y después la sacara.
Chase se incorporó.
—Capaz el guardia sepa algo de cuándo vino.
Fueron a preguntarle, tocando la puerta.
—¿Qué necesitan, chicos? —les respondió el guardia.
Chase preguntó: —¿Usted sabe en qué día vino mi abuelo aquí?
El guardia asintió. —Sí, vino una vez, hace unos tres días.
Chase miró a Jake. No encajaba que Abraham hubiera venido para guardar el objeto y volver a llevárselo en el mismo día.
Jake intervino, con una corazonada: —Me gustaría hacerle una última pregunta. ¿No vino nadie más a esta sala de bóvedas?
El guardia se arregló la corbata y contestó: —No, solo él.
Jake lo observó con más detenimiento. Respiró hondo y se acercó un paso. —¿Sabe algo, oficial? Cierta gente, cuando está nerviosa, tiene tics. Las mujeres se revuelven el pelo. Los hombres, algunos se tocan la nariz… o se acomodan la corbata.