El brillo en tus ojos no es el mismo desde hace tiempo. Ese que tenías la primera vez que te vi y me dejaba ver tu alma repleta de expectativas. Y parecido al que surgía cada vez que te decía lo mucho que me gustaba estar contigo.
El brillo que asomaba cuando me hablabas de tus pasiones, y el mismo que aparecía al escucharme atentamente hablar de las mías.
El que más tarde, cuando nos conocíamos lo suficiente, asomaba si yo me adelantaba y cumplía alguno de tus deseos, por pequeños que fueran. Porque adorabas que haya aprendido a quererte de esa manera.
En realidad era egoísta de mi parte; lo único que quería era ver ese brillo.
Alimentarlo para que nunca se vaya. Hacerlo eterno.
Hoy te lo puedo confesar, aunque no me escuches.
Extraño que iluminara tu sonrisa cada vez que yo decía una tontería para hacerte reir. Y lo hacías, mostrabas tus dientes aunque el chiste fuera de los peores, porque sabías iluminarlo para que de pronto pareciera la mejor ocurrencia.
Pero ya no está.
La luz de tus ojos ya no emerge y en su lugar solo existe vacío.
Y me llena de impotencia no poder encender de nuevo esa chispa que te bendecía.
Me angustia la oscuridad que ahoga la posibilidad de que resurja el brillo en esos ojos, ahora tan tristes.
Solo me queda por esperar que en el futuro, alguien más pueda encenderlo por mi.
Sé que será así, quiero creerlo.
Tal vez cuando lo aceptes y sepas pasar la página.
Tal vez cuando aprendas a olvidarme, o me recuerdes sin anhelo.
Tal vez cuando dejes de culparte por mi partida.
O quizás, finalmente, cuando pongas la última flor sobre la tierra que cubre lo que queda de mí