La Carta
El cartero, un anciano con mucha vitalidad que parecía resistirse a tomar su jubilación, tocó la puerta de aquella casita familiar de pueblo con suavidad no exenta de firmeza. Hacía calor y era un punto bastante alejado de su recorrido, pero jamás se le hubiese ocurrido pasarlo por alto, o llevarlo más adelante. Sabía de la importancia de las palabras esperadas, o aquellas que llegaban de sorpresa. Su misión, su servicio, era una vocación que lo hacía feliz y pleno, aunque no siempre le tocara llevar las mejores noticias.
Una mujer atendió, con aire apurado, pero con una sonrisa amable.
—Buenos días, señora, tengo una carta para usted.
—¿Para mi? Es extraño… Bueno, en realidad… si, tiene mi nombre.
La mujer la da vuelta y mira el remitente. Su semblante cambió por completo por uno que curvaba sus labios hacia abajo.
—Ah, si. Ya sé de quién es, ¿le tengo que firmar algo?
—No, solo debo pedirle un favor.
—Digame.
—No la tire, ni la rompa antes de leerla. Luego ya no querrá hacerlo, confíe en mí.
—Pero… ¿no se está tomando demasiadas atribuciones?
—Seguro, pero mi atrevimiento es un mal menor, para lo que puedo evitar.
La cara de desconcierto y estupor se hacía cada vez más evidente. La mujer pensó en denunciar a ese descarado a la oficina de correos, Estaba por pedirle su identificación.
—Entiendo su enojo, o que quiera tomársela conmigo, pero esta persona, quien la envió, sufrió mucho al escribirla…
—Y sigue, ¿acaso abrió la carta?
—No, jamás me atrevería. Pero puedo sentirla, tengo algo asi como un don que me hace percibirlo. No tiene que creerme pero por favor, no rompa esa carta.
—Me está asustando. Voy a llamar a mi esposo y…
—No hay un esposo. Insisto en que no quiero asustarla, pero tampoco tiene que inventar excusas. Sólo digame que leerá esa carta. Miéntame si quiere, pero solo dígalo.
—Pero si le voy a mentir y no le importa… ¿qué sentido tiene?
—El poder de la palabra. A usted no le gusta mentir, aunque se lo pidan.
—¿Quién es usted y qué más sabe de mi vida?
—No mas que del resto de mis visitados. Ya le dije, puedo detectar emociones. Y en este caso, es muy fuerte.
La mujer miró la carta, una vez más se nubló su semblante.
—¿Usted sabe lo que me hizo este hombre?
—Sé que sí le provocó daño, no fue voluntario. Sé que hubiese dado su vida por que no hubiera sucedido lo que pasó. Sé que lo peor que pueda pasar ahora es que usted no quiera leerlo, o escucharlo.
—Es que ya ha pasado mucho tiempo…
—No tanto para que el dolor o el rencor que tiene se hayan ido, ¿se da cuenta?. No hay tiempo que cure eso, solo su propia decisión de aceptar la verdad. O si quiere, su versión de la verdad.
—Quizás tenga miedo de querer saberlo.
—La entiendo, porque sería consciente del tiempo perdido, y lo que pudo hacer usted misma por evitarlo.
—Pero ¿qué clase de cartero es usted?
—Uno que le da valor a lo que trae. ¿Me promete que no la romperá sin abrirla y darle un vistazo.
—Está bien, ahora váyase, me está asustando.
El hombre saludó con una sonrisa y agradeció antes de irse por la calle sin mirar atrás. Ella cerró la puerta y suspiró. El hombre saludó con una sonrisa y agradeció antes de irse por la calle sin mirar atrás. Ella cerró la puerta y suspiró, quitando la tensión que le producía ese momento. Miró la carta, vio de nuevo el remitente. Se sentó y decidió abrirla. Comenzó a leerla.
Las lágrimas brotaron sin que pudiera contenerlas a medida que avanzaba. Paró varias veces para taparse la boca y sofocar un llanto mayor. finalmente se derrumbó y pegó un grito incontenible.
El niño, de unos nueve años, irrumpió con cara de asustado. Se arrodilló junto a ella y le tomó sus manos.
—¿Qué te pasa, mamá?
Ella lo sostuvo fuerte entre sus brazos, luego lo besó en la cabeza y tomó su rostro para verlo directo a los ojos.
—Llegó la hora de que hablemos de algo. Tienes que saber quien era tu padre.
En ese mismo momento, el niño se desvaneció, y ella quedó allí inmóvil, con sus manos vacías, abrazando su pecho y los ojos muy cerrados y apretados.
Por primera vez en muchos años, a su dolor lo acompañaba con algo de paz.