Lío en el arcén

3.

Me desperté temprano. Para ser sincero, apenas había pegado ojo: estaba demasiado nervioso con la nueva oportunidad. Así que pasé media noche mirando al techo y salté de la cama antes de que sonara el despertador.

De camino al garaje para encontrarme con mi posible jefe, me imaginaba a un hombre bajito y moreno, hablando un castellano inventado sobre la marcha, creando palabras y terminaciones a capricho.

Ya frente a la puerta de lo que parecía una oficina improvisada, me puse de los nervios. A mi lado, Diego sorbía su café, condimentándolo con su charla interminable, y aprovechaba los últimos minutos de libertad antes de entrar al turno. Según me había contado, aquí no venían precisamente clientes pobres: muchos eran amigos del director, tipos con pinta de tener contactos y respeto en el barrio. Curioso: podrían pagar un servicio oficial en cualquier concesionario, y sin embargo venían a este rincón de la ciudad, donde tres mecánicos con grasa tatuada en las manos apretaban tornillos por casi el mismo precio.

Justo entonces llegó un BMW último modelo, recién salido del concesionario. Bajó de él un hombre corpulento de unos cuarenta y cinco años: piel morena, pelo negro y unos ojos atentos y penetrantes, dignos de un fiscal. Con él, aún podía imaginarme un pulso; con Diego, en cambio, ni hablar: medía casi dos metros y era tan delgado como un junco.

Diego saludó al recién llegado con un gesto, apagó el cigarrillo en su vaso de café a medio terminar y me dio un codazo.
Me puse firme, como en formación militar. El corazón ya me retumbaba en la garganta, dificultándome respirar. Me sentía en un interrogatorio, de verdad…

—¡Buenos días, Lonzo! — Diego le tendió la mano limpia. Yo, en cambio, no podía dejar de fijarme en la tierra bajo sus uñas.
—Buenos días, Diego — contestó el hombre, casi sin acento. Tuve que contenerme para no arquear las cejas.
—Te presento a mi amigo Germán —dijo Diego, señalándome—. Ayer te llamé por él. Germán, este es mi jefe: don Alonso Gutiérrez.

—Encantado — estreché su mano. Él me recorrió de arriba abajo con una seriedad que helaba.
Tras un apretón breve pero firme, me invitó a entrar en el despacho. Me tensé aún más: tanto protocolo para un simple puesto de ayudante me parecía exagerado.

La entrevista transcurrió bajo su mirada atenta, casi de rayos X. Yo resbalaba en una silla floja, intentando no parecer más nervioso de lo que estaba. Necesitaba ese trabajo, y Alonso me observaba como si ya hubiera leído todo mi historial. Y, la verdad, mi historial no era precisamente brillante. ¿Cómo explicar que algunos errores estúpidos del pasado siguen manchando la vida adulta durante años?

—Bien, Germán, —dijo finalmente tras una pausa—. Bienvenido al equipo. Pasa con Larisa en la planta baja, ella te dará el uniforme.Cuando aparecí en el taller, con el mono azul y la camiseta con logo igual que la de Diego, éste soltó una carcajada tan fuerte que casi deja caer una llave sobre la cabeza de un compañero en la fosa. Luego se acercó y me abrazó con tanta fuerza que me dejó sin aire.



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En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 02.10.2025

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