—¡Bienvenido al equipo, Pupsi!
—Suave, que me ensucias la ropa nueva, — reí, intentando zafarme de su abrazo de oso y sacudiéndome en broma.
Los demás mecánicos asomaban la cabeza para ver al novato.
Desde ese día, poco a poco, las cosas empezaron a mejorar. El trabajo no era tan duro: la mayoría del tiempo era “trae y lleva”, y cuando tocaba algo pesado —sujetar un motor con la grúa, cargar cajas de piezas— me las apañaba. Con los chicos encajé rápido: ya nos habíamos visto otras veces cuando visitaba a Diego.
Incluso Alonso, pese a las leyendas sobre su dinero, no era altanero. Siempre saludaba, y a veces se sentaba con nosotros a almorzar y charlar.
El pago era semanal, así que llevaba días contando las horas. Ahora mismo daba vueltas por el garaje, esperando mi primer sobre blanco.
—¡Pupsi, ven a echar una mano! — gritó Diego desde la fosa.
—Te he dicho mil veces que no me llames así, — refunfuñé, inclinándome bajo el coche.
—Es costumbre, — se encogió de hombros—. Tráeme la llave de doce, los alicates… y aguanta la linterna, que aquí está más oscuro que en…
—A mí no me pagan extra por eso, — respondí, ya con las herramientas en la mano.
—Habla, habla… ¿Se te olvida quién te metió aquí?
—Eso no se olvida…
Diego seguía trasteando, soltando algún que otro taco, y yo miraba el reloj con ansiedad. En la entrevista ni siquiera me atreví a preguntar cuánto pagaban, y ahora me moría de ganas por saber si valía la pena.
—Oye, Alicia te invita a cenar esta noche — murmuró Diego con algo entre los dientes—. De paso celebramos tu primer sueldo.
Suspiré. Diego era casi mi único amigo en la ciudad, además de haber sido compañero de escuela y vecino en el pueblo. ¿Con quién más iba a pasar el rato? Tocaba ir, aunque su Alicia siempre me intimidaba: tenía una mirada que te dejaba seco.
—Vale, me convenciste.
El grosor del primer sobre me sorprendió: nada mal para menos de una semana. El humor me cambió de golpe. La mirada severa de Alicia ya no parecía tan temible… aunque, cuando cargábamos una botella de refresco de cinco litros hacia el piso, me volvió ese nervio en el estómago. Al fin y al cabo, era su mujer… y a veces hasta yo recibía sus regaños.
—¿Qué tal, Gera, cómo va el nuevo trabajo? — preguntó la rubia bajita, de ojos azules, mientras se movía por la cocina. Yo quise ayudar, pero me echó con un gesto: “no estorbes”. Luego vinieron las típicas preguntas y curiosidades.
—Gracias a tu marido, todo bien. Ni me imagino qué habría hecho sin él, — aproveché para adular un poco. Dos botellas nos esperaban en la nevera, no estaba de más.
—Bah, no exageres — Alicia agitó la mano—. Diego es un encanto, pero tú tampoco eres tonto.
—Con cuidado, gatita — interrumpió Diego, sentándose junto a mí y casi relamiéndose por el olor de las patatas con eneldo—, que la última vez que me dijo algo así, me estampó un trapo en la cara.
La noche prometía ser divertida.
Editado: 02.10.2025