Lío en el arcén

8.

Llevábamos casi una semana peleando con el coche de Leila, y el final del trabajo seguía sin verse ni con lupa. Aquello retrasaba los demás encargos, pero, claro, ¿qué se puede hacer cuando se trata de la hija del jefe?

Cada día me metía más en el trabajo: los chicos empezaban a confiarme tareas más serias que barrer el suelo. Terminaba agotado, con la cabeza zumbando como una colmena, pero por primera vez en mucho tiempo veía un horizonte… y eso me bastaba para seguir.

El día casi terminaba. Afuera el aire pesaba como antes de una tormenta, y en el taller no se podía respirar. Me quité la camiseta empapada de sudor; se me pegaba al cuerpo como una segunda piel. Mejor así que morir asfixiado entre motores calientes.

Diego (que todos llamábamos el “Académico”, ironías del destino) me había dejado una tarea “seria”: cambiar los filtros de otro coche. El dinero nunca sobra, así que ahí estaba yo, doblado sobre el capó, suspirando de vez en cuando mientras él, debajo del BMW blanco, soltaba una cadena de palabrotas de baja intensidad.

—¡Pupsito, pásame el multímetro! —gritó desde abajo.

Me enderecé, estirando el cuello que ya me dolía, y empecé a buscar el dichoso aparato.

—Pupsito… —la voz era femenina esta vez, suave y cargada de burla. Me giré despacio, con el ceño fruncido y la frente manchada de grasa.

—¿Qué quieres ahora?

Leila se quitó las gafas de sol y las colgó del escote de su mono claro. Agitó una mano frente al rostro, intentando inútilmente espantar el calor. Sonreía con descaro, disfrutando cada sílaba de ese apodo que se me había pegado desde niño, como una maldición.

Desvié la mirada, fingiendo concentrarme en lo importante: Diego asomaba una mano desde el suelo, esperando el multímetro.

—¿Pupsito, pienso morir aquí o me lo vas a dar hoy? —chilló con su voz de siempre, ya impaciente.

Por un segundo quise tirarle la herramienta a la cabeza brillante como una bola de billar. Al menos yo ya tenía algo de barba.

—Ya voy —gruñí, sacando el aparato del cajón. Leila seguía ahí, sonriendo con esa mezcla de diversión y superioridad.

Le puse el multímetro en la mano a mi amigo y murmuré apenas:
—Tenemos visita. Sé un buen chico.

En cuanto me aparté del coche, Diego salió rodando sobre la tabla con ruedas y se sentó, como si acabara de terminar una sesión de yoga.

—Hola, Leila.

—Hola —respondió ella sin mirarlo, echando una ojeada al taller como si temiera ensuciarse solo de observar.

—¿Y a qué debemos el honor? —insistió él con tono divertido.

—Quería saber cuándo estará listo mi coche —dijo, mordiéndose el labio inferior—. Pero ya veo que… no será pronto.

—Tienes razón. Una semanita más, mínimo —contestó él con una sonrisa de resignación.



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En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 21.10.2025

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