Lío en el arcén

8.2.

Ella suspiró y volvió a poner los ojos en blanco. Yo preferí centrarme en el filtro, antes de que mi imaginación me jugara una mala pasada.

Cuando Leila se marchó, haciendo sonar los tacones como si estuviera en una pasarela, me entró la risa.

—“¿Y a qué debemos el honor?” —repetí imitando su tono engolado—. Un poco más y le tiras flores. ¿Qué va a decir Alicia de esto?

—Yo solo soy más diplomático que tú —replicó Diego, encogiéndose de hombros—. Por eso te pones celoso. Si vieras tu cara cuando ella entra… No me extraña que las chicas te tengan miedo.

¿Miedo? Bueno, eso no parecía aplicarse a Leila Gutiérrez.

Al final del día, ya limpio y con ropa decente, estaba listo para irme a casa y ver un partido tranquilo. Diego había desaparecido hacía rato —su novia lo había arrastrado a algún centro comercial, y él no tuvo valor de negarse.

El cielo seguía dudando si seguir asando la ciudad o soltar de una vez la lluvia. Yo, por mi parte, rezaba por la segunda opción.

—Pupsito, ¿me llevas hasta la Plaza Mayor? —dijo una voz a mis espaldas justo cuando abría la puerta del Golf.

Apreté los dientes. Perfecto, justo lo que me faltaba.

Ya estaba dentro del coche cuando una mano se aferró a la puerta, y otra al techo oxidado.

—¿Me lo dices a mí? —levanté la vista hacia su melena oscura.

—¿Y a quién más? ¿Conoces muchos “pupsitos”? —arqueó una ceja.

—Primero: para ti soy Xermán. Segundo: ¿cómo lo dijiste aquella vez? ¿Mi chatarra? Pues cuidado, no te dé miedo subirte a este trozo de metal, que hasta el desguace ya me tiene en lista de espera.

—Ni pensaba pedírtelo… —refunfuñó—. Pero de verdad lo necesito.

—Pide un taxi. —Giré la llave y el motor rugió como un gato enfadado.

Ella suspiró, cruzándose de brazos y mirando al cielo. Aproveché el momento para cerrar la puerta y meter la marcha atrás. Su cara cambió: no esperaba que de verdad me fuera.

—¡Por favor! —gritó, poniéndose casi delante del coche.

—¿Cómo me llamo? —pregunté, apoyando el codo en la ventanilla abierta.

—Xermán… —respondió, con un mohín y los labios brillando como si los hubiera untado en mermelada de fresa.

—¿Y cómo se pide bien?

—¡Maldita sea! —soltó, pisando fuerte el suelo con el tacón—. Xermán, ¿podrías llevarme a la Plaza Mayor, por favor?

—Súbete —dije, señalando el asiento del copiloto.

Su sonrisa de alivio fue casi inmediata.

Y sinceramente… debería haber elegido llevar una caja de tortugas. Me habría irritado menos.

Porque, ¿qué se creía? Que el mundo giraba a su ritmo, que todos estábamos aquí para servirle café y sostenerle la puerta. Con su “pupsito” por aquí y su “hazme un favor” por allá… ¡por favor! Yo no soy su chófer.

Y aun así, mírame. Ahí estoy, esperándola mientras se acomoda el vestido. Hay algo en su descaro que me desquicia… y me divierte al mismo tiempo.

Supongo que no soy tan indiferente como me gustaría fingir.

Tenía que pedirlo así, con ese “por favor” casi doloroso, con esa boca… Y, aunque podría haberme ido sin mirar atrás, no lo hice.

Súbete, Leila. Y vámonos ya, antes de que empiece a odiarme por esto.



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En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 21.10.2025

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