—Con tal de que no sea un contrato sexual, todo bien —rió a carcajadas, con los ojos rojos y vidriosos por la cerveza—. Ya sabemos cómo son las chicas con copas de más...
Solté un suspiro, sin ganas de seguir escuchando su filosofía etílica.
—¿De verdad vas a ir? —preguntó más serio, viéndome calzar las deportivas junto a la puerta.
—¿Te parece que voy a por más cerveza? No tardo. No bebas lo que queda, ¿eh?
La flechita azul del GPS me indicaba que estaba cerca del club donde la hija de mi jefe decidía acabar su noche.
La calle estaba medio vacía, la música se oía desde la esquina. Y de pronto la vi: una mano fina con una pulsera que brillaba incluso bajo la farola.
Frené en seco y puse las luces de emergencia. Perfecto, ahora sí parecía un taxista barato.
—Hola... —susurró Leila, dejándose caer en el asiento. Tuve que echarme hacia atrás para evitar un cabezazo involuntario.
Su sonrisa borracha se quedó flotando en el aire. El coche volvió a llenarse de su perfume, mezclado con sudor y alcohol.
—¿Dónde te llevo? ¿Lo recuerdas al menos? —bromeé, notando que temblaba un poco.
No me sorprendería que hubiera tomado algo más que vino. Aunque, siendo honestos, ya era de madrugada y refrescaba.
—Mmm... —murmuró, cruzando los brazos sobre el pecho.
—¿Y podrías compartir la información?
—¿El qué? —preguntó con los ojos vidriosos.
Mil respuestas me subieron a la lengua, pero me obligué a morderme.
—La dirección, genia.
—Ah... En Las Lomas del Retiro. Tú conduce, yo te diré luego...
Claro, “luego”. Para entonces ya estaba medio dormida, con la frente apoyada en la ventanilla. Mañana despertaría con resaca, y probablemente ni se inmutaría. No trabaja, su papi lo arregla todo.
A ella sí se lo perdonan. A mí no.
Así que mejor hacer mi parte sin que el jefe me vea. Por cierto... ¿de dónde narices sacó mi número?
Madrid de noche era otra ciudad. Sin atascos ni ruido, parecía el escenario de un sueño infantil. Una canción suave sonaba en la radio mientras avanzábamos hacia el barrio caro donde vivía la princesa del taller.
Cuando por fin llegamos, me topé con un pequeño detalle: no sabía su número exacto. Mis intentos por despertarla no sirvieron de nada. Llamar a Diego estaba descartado.
Entonces vi su móvil entre los dedos. Acerqué la pantalla a su cara: Face ID aceptado. Perfecto.
Encontré la dirección y la cargué en el mapa.
Tuve que cargarla en brazos. Por suerte, la portera medio dormida la reconoció enseguida y me dijo el piso. Le di las gracias con la mejor sonrisa que pude, deseando que no me tomara por un secuestrador.
Del ascensor al pasillo, Leila se me resbalaba entre los brazos. Murmuró algo ininteligible y sonrió, intentando abrazarme o quizá simplemente no caerse.
Llamé al timbre, esperé a oír pasos dentro y, al asegurarme de que estaba a salvo, salí disparado hacia el ascensor.
Solo recé por una cosa: que su padre no me viera.
Editado: 21.10.2025