Una ducha caliente y un arsenal de cosméticos me devolvieron algo de dignidad. Busqué mi bolso durante diez minutos, sin éxito. Genial. Desaparecido. Menos mal que el móvil seguía conmigo. Ni siquiera desayuné —solo pensar en comida me revolvía el estómago. Ya pediría algo más tarde.
El trayecto hasta el taller fue un suplicio. Ya sin almohadas donde esconderme, soportar la mirada de mi padre era un castigo medieval. Primero resoplaba, luego empezó con su monólogo moralizante. Y ahí ya me rendí.
Apenas aparcó, salí disparada del coche y me metí en la oficina de contabilidad, buscando refugio con Larisa.
Y como si el universo conspirara, mi novio —bueno, exnovio— también había decidido hacer de mi mañana un infierno. Max llevaba desde el amanecer bombardeándome con mensajes de texto.
Anoche, cuando me dejó tirada e ignoró mis llamadas, no parecía muy preocupado. Pero ahora, de repente, “no había podido dormir de la preocupación”.
Seguro que alguien ya le había contado lo del “misterioso desconocido” que me recogió en un coche viejo.
Vale, el coche de Xermán no ganará premios, pero él... sí que está para premio.
Podría competir con Max sin despeinarse. Aunque hable menos, claro.
Lo nuestro con Max era un drama en bucle: discutíamos dos veces al mes, y al final siempre volvíamos. Tradición familiar. Por eso ya ni me tomo en serio la palabra “ruptura”. Siempre regresa, como un boomerang.
Y, como para confirmarlo, el móvil vibró de nuevo:
Max: “¿Y quién te recogió anoche? ¿No había uno más rico, no?”
Puse los ojos en blanco. Si me dieran un euro por cada mensaje pasivo-agresivo de Max, ya tendría bolso nuevo. Y nueva salud mental.
Por cierto… Xermán. Quizá él sepa dónde quedó mi bolso.
Me giré hacia mi coche. Un tipo corpulento, de barba espesa, estaba inclinado sobre el capó, con medio cuerpo dentro del motor. Espero que no lo esté destrozando.
Papá decía que solo era su ayudante, pero parecía que le dejaban practicar justo con mi cochecito.
Los músculos de su espalda se movían bajo la camiseta como si tuviera vida propia. La última vez que lo vi sin ella… bueno, digamos que fue una vista mucho más entretenida.
Decía algo en voz baja; por un segundo pensé que hablaba solo. Perfecto, un loco más en mi vida.
Pero entonces vi a otro mecánico bajo el coche, riéndose. Ah, genial. Se divierten a costa mía, seguro.
Santos destornilladores, protégeme.
Editado: 21.10.2025