Hay noches que no terminan al amanecer. Noches que se incrustan bajo la piel, que crecen como raíces oscuras en el corazón y florecen en lirios pálidos bajo la luna. Esta es una historia tejida con esas noches.
Entre estos párrafos late el rumor de pasos furtivos en el bosque, el crujir de páginas arrancadas, el susurro de versos prohibidos que se aferran al papel como gotas de sangre a un cuchillo. Aquí, el amor no viene con alas de ángel, sino con las manos manchadas de tierra y promesas rotas. Es un amor que araña, que muerde, que se enreda en las sombras tanto como en la luz.
Eber es poeta y presa, hombre y herida abierta. Lleva en sus huesos el eco de los gritos que nadie oyó, y en sus cuadernos, los pedazos de alma que logró salvar de la hoguera. Ernesto es tormenta y refugio, el tipo de peligro que uno abraza sabiendo que dejará cicatrices. Juntos no son mito ni leyenda; son carne y hueso y uñas clavadas en la espalda del otro para no caer.
El bosque guarda sus secretos entre lirios blancos. El faro atestigua sus caricias furtivas. El molino viejo rechina con el peso de los pecados de Damián. Y en medio de todo esto, el diario de Marta susurra verdades que hubieran sido mejor dejar enterradas.
Esta no es una historia sobre sobrevivir. Es una historia sobre aprender a sangrar en el pecho adecuado. Sobre encontrar en otro los fragmentos que a uno le faltan, aunque corten al tocarlos. Sobre descubrir que hasta las flores más delicadas pueden crecer en tierra envenenada, si hay suficientes lágrimas para regarlas.
Que el lector sepa: no entrará inocente a estas páginas, ni saldrá limpio de ellas. Pero tal vez, como Eber y Ernesto, encuentre su propia manera de florecer en la oscuridad.