Lirios bajo la Luna

Capítulo 1

El puente de hierro oxidado crujía bajo los pies de Eber como si advirtiera que no era bienvenido allí. A su izquierda, el río Lamay serpenteaba con aguas turbias, tragándose los últimos reflejos del atardecer. A su derecha, la ciudad de Valmara encendía sus faroles uno a uno, como ojos que se abrían para juzgarlo. Él no pertenecía a ninguno de los dos lados.
Eber Carrera no era un chico fácil de describir: tenía los hombros estrechos de quien siempre se encogía para ocupar menos espacio, las manos largas y huesudas que retorcían los puños de su suéter azul marino (el mismo que llevaba tres días seguidos), y una sonrisa que aparecía solo cuando creía que nadie la vería. Pero sus ojos… esos eran un delito. Grandes, verdes como lirios recién abiertos, y tan expresivos que delataban cada uno de sus miedos antes de que su boca pudiera mentir.
Eber se aferró al barandal del puente, los nudillos blancos. Había prometido a Ernesto que cruzaría hoy, que dejaría atrás su habitación-fortaleza, pero ahora el pánico le trepaba por la garganta como una enredadera de espinas.

—No puedo —murmuró para sí—. No puedo, no puedo, no puedo…

El sonido de una risa bronca y familiar lo sacudió.

—Claro que puedes, Lirio —dijo Ernesto desde atrás, apoyando las manos en sus hombros—. A menos que le tengas miedo a los puentes fantasmas. ¿Ves algo? ¿Un espectro con túnica y todo eso?
Eber no se volvió, pero el apodo hizo que sus orejas se sonrojarán.

—No es gracioso —refunfuñó—. Y no hay fantasmas. Solo… ¿y si el puente se cae? ¿Y si alguien me mira? ¿Y si…?

—¿Y si el mundo se parte en dos y todos caemos al vacío? —interrumpió Ernesto, estirando los brazos hacia el cielo como un predicador—. ¡Pues qué espectáculo, Lirio! Sería el final más épico de la historia.

Eber lo miró por fin. Ernesto estaba igual que siempre: camiseta negra con un estampado de un dinosaurio tocando la guitarra, pelo revuelto como si acabara de salir de una batalla campal contra la almohada, y esa sonrisa que no entendía de límites.

—Eres insoportable —dijo Eber, pero una esquina de su boca se curvó.

—Y tú un exagerado —Ernesto le lanzó un caramelo de menta (siempre llevaba uno en el bolsillo para estas emergencias)—. Mira, haz esto: cierra los ojos y dime qué escuchas.

Eber obedeció, suspirando.

—El río… un auto pasando lejos… tu respiración.

—Exacto. Nada de eso te va a hacer daño —Ernesto le dio una palmada suave en la espalda—. Ahora camina. Yo voy atrás, por si acaso.

El primer paso de Eber fue tembloroso. El segundo, menos. Para el quinto, ya no sentía el hierro bajo sus pies, sino el alivio fresco de la menta en su lengua y la sombra cálida de Ernesto pisando sus huellas.

—¿Lo ves? —murmuró Ernesto cuando llegaron al otro lado—. El puente no se cayó. El mundo sigue en su sitio. Y tú… sigues siendo el tipo más valiente que conozco.

Eber se ruborizó hasta la raíz del pelo.

—No soy valiente.

—Cállate, Lirio. Sí lo eres.

Y entonces, bajo la primera luz de la luna, Eber Carrera sintió algo raro: la certeza de que, tal vez, no estaba solo en el universo.

~•••~

El parque San Alessio no era un lugar, sino un estado del alma. Árboles ancianos, con troncos retorcidos como manos rezando, extendían sus ramas sobre los senderos de piedra desgastada. Entre ellas, luciérnagas danzaban en el aire húmedo, trazando constelaciones efímeras antes de apagarse. A lo lejos, el rumor del río Lamay se mezclaba con el eco lejano de una guitarra callejera, como si la noche misma estuviera componiendo una balada para ellos.

Eber y Ernesto se sentaron en un banco de hierro forjado, frío bajo sus muslos, adornado con motivos de hojas y flores ya corroídas por el tiempo. A su alrededor, el mundo parecía contener la respiración.

Ernesto sacó dos latas de cerveza de su mochila (una para él, otra para Eber, aunque sabía que este apenas la probaría).

—No es veneno —dijo, con media sonrisa, al ver la mirada dubitativa de Eber—. Solo espuma amarga y promesas vacías. Como la vida.

Eber no respondió. Sus dedos acariciaron la lata sin abrirla, como si temiera que, al hacerlo, algo más dentro de él también se destapara.

—Tienes esa cara otra vez —murmuró Ernesto, inclinándose hacia adelante, codos sobre las rodillas—. La cara de antes.

Eber tragó saliva.

—¿Qué cara?

—La de cuando crees que estás solo en el mundo.

Un silencio. El viento movió las hojas de los árboles, susurrando secretos que nadie más podía entender.

—No estoy solo —dijo Eber al fin, voz quebrada—. Tú estás aquí.

Ernesto lo miró de reojo, estudiando su perfil iluminado por la luz tenue de una farola. Eber tenía la nariz fina, la barbilla ligeramente puntiaguda, y esa manera de fruncir el ceño como si estuviera descifrando un código invisible en el aire.

—Pero no es suficiente, ¿verdad? —preguntó Ernesto, suavemente—. Porque hay algo que no me has dicho. Algo que te está matando.

Eber cerró los ojos.

—Ya lo intenté una vez.

La frase cayó entre ellos como un cuchillo. Ernesto no se inmutó, pero sus dedos se apretaron alrededor de la lata, abollándola levemente.

—Lo sé —dijo, voz ronca—. Y por eso estoy aquí. No para juzgarte. Para recordarte que, por mierda que sea todo, alguien te quiere vivo.

Eber respiró hondo. El aire olía a tierra mojada y a flores silvestres.

—Hay un hombre —susurró—. No es que haya hecho algo… concreto. Pero está en todas partes. En mis sueños. En mi piel. En la manera en que me miro al espejo y solo veo… lo que él dejó.

Ernesto no preguntó quién era. No hizo ningún movimiento brusco. Solo extendió su mano y la dejó suspendida en el aire, como un puente entre ellos.

—No tienes que decírmelo todo hoy —murmuró—. Pero no lo guardes. Los secretos son como heridas que nunca cicatrizan. Se infectan.

Eber miró esa mano, esa oferta silenciosa de refugio. Y entonces, por primera vez en años, la tocó.



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Editado: 24.06.2025

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