Eber vivía en una habitación que era, a la vez, un refugio y una jaula de cristal.
Las paredes, pintadas en un tono azul pálido —como el cielo minutos antes del alba—, estaban adornadas con cuadros de paisajes boscosos y retratos al carbón que él mismo había trazado en momentos de calma. Una lámpara de cristal soplado, colgante sobre el escritorio, proyectaba destellos dorados cuando la brisa la movía. La cama, ancha y con sábanas de lino blanco, parecía demasiado grande para su cuerpo delgado, como si siempre durmiera en un rincón, acurrucado contra sí mismo.
Sobre la mesa de noche, un libro de Rilke abierto en la página "Todo ángel es terrible" y un vaso de agua medio vacío. En el rincón, una guitarra clásica cubierta de polvo, testigo silencioso de una pasión abandonada.
Y en el marco de la ventana, un jarrón de cristal tallado —herencia de una abuela que jamás conoció— sostenía tres lirios morados, sus pétalos caídos como lágrimas secas.
Y mientras su habitación estaba en calma él estaba tendido en la cama mientras un sueño profundo lo hacía quejarse. Corría por un bosque de árboles sin hojas, unas patitas golpeando la tierra oscura con urgencia. Eber lo seguía, aunque no sabía por qué. El aire olía a tierra mojada y a algo más… metalico. Sangre, tal vez.
—Espera —gritó Eber, pero el conejo no se detuvo.
De pronto, el animal se volvió hacia él. Sus ojos no eran los de un conejo, sino humanos, verdes como los suyos, llenos de un terror que Eber reconoció al instante.
—¿Por qué me dejaste? —susurró el conejo con voz de niño.
Antes de que Eber pudiera responder, unas manos —grandes, callosas— surgieron de la oscuridad y lo agarraron por la cintura.
—NO —gritó Eber, pataleando, pero las uñas se clavaban en su piel, arrastrándolo hacia atrás, hacia un lugar sin luz—. ¡SUÉLTAME!
El conejo lo miraba, inmóvil, mientras él era devorado por la sombra.
Eber se incorporó de golpe, el pecho alzándose en jadeos desesperados. La habitación estaba fría, pero su cuerpo ardía.
—Solo un sueño —murmuró, clavando las uñas en el colchón—. Solo un sueño.
Pero el eco del grito aún resonaba en sus huesos.
Se levantó, las piernas temblorosas, y abrió la ventana de un tirón. El amanecer comenzaba a teñir el cielo de rosa y oro, como si el mundo estuviera naciendo de nuevo. La brisa le acarició el rostro, llevándose el sudor de su pesadilla.
Y entonces, sin pensarlo, tomó un trozo de papel del escritorio y escribió:
El miedo tiene dientes,
pero la mañana tiene alas.
¿Por qué sigo sintiendo
que las suyas son las mías?
Dejó caer el papel, que flotó un instante antes de posarse en el alféizar, junto al jarrón de lirios. Los pétalos, ahora iluminados por el sol naciente, parecieron suspirar.
~•••~
La cocina de Eber era un templo de orden y pequeños lujos silenciosos. Los gabinetes de madera de cerezo brillaban bajo la luz del sol matutino, y los electrodomésticos —un tostador de acero inoxidable, una cafetera italiana de latón— parecían más objetos de exposición que herramientas de uso diario.
Eber moviéndose con precisión automática:
El café. Molía los granos recién tostados (colombianos, comprados en la tienda especializada del centro). El aroma a tierra amarga y dulce llenó la cocina.Las tostadas. Pan de centeno, untado con mantequilla sin sal y una capa fina de mermelada de higo casera (un regalo de Gema, la última vez que visitó). El plato. Lo colocó sobre una bandeja de porcelana blanca con bordes dorados, junto a un huevo escalfado perfecto (yema intacta, como un sol en miniatura).
Se sentó en la isla de la cocina, solo acompañado por el tictac del reloj de pared (un diseño vintage suizo, otro legado familiar). Masticó lentamente, como si el sabor pudiera anclarle al presente.
El teléfono vibró. En la pantalla, una foto de su hermana sonriendo bajo un sombrero de paja, el mar detrás de ella.
—Eb —dijo Gema sin preámbulos, voz cálida y ligeramente ronca, como siempre—. Necesito que vengas. El pueblo está más hermoso que nunca.
Eber dejó el tenedor sobre el plato.
—¿Otra vez con esto? —susurró, pero sin fuerza.
—Sí, otra vez. Y no me digas que el trabajo te lo impide —Gema hizo una pausa—. Sé que has estado… mal.
¿Cómo lo sabía? Eber no había mencionado la pesadilla, ni el poema, ni la manera en que a veces se quedaba mirando las pastillas para dormir demasiado tiempo.
—Solo son dos semanas —insistió ella—. Hay un festival de flores. Lirios por todas partes, como a ti te gustan.
Eber cerró los ojos. Lirios. La palabra le recorrió el pecho como un escalofrío.
—… Está bien. Iré.
Gema soltó un grito de victoria que hizo que Eber alejara el teléfono de su oído.
—¡Trae a ese amigo tuyo también! ¿Ernesto? El que te salvó de… bueno. Él.
Eber no respondió. Colgó con un "Te aviso el vuelo" y dejó el teléfono boca abajo sobre la mesa.
Ya con la chaqueta puesta y la mano en el pomo de la puerta, el teléfono vibró de nuevo.
Un mensaje:
> Ernesto: "Lirio: Hoy no te dejes pisotear por los fantasmas. (Incluido el de tu café, que seguro está frío ya). Si el mundo fuera justo, te daría un abrazo y un croissant. Como no lo es, te toca conformarte con este mensaje. Ah, y respira. Siempre olvidas respirar."
Eber sonrió. Una sonrisa pequeña, casi imperceptible, pero real.
Antes de cerrar la puerta, miró hacia el jarrón de lirios. Un pétalo se había desprendido y yacía sobre el alféizar, como un susurro morado contra la madera clara.
Lo recogió y lo guardó en el bolsillo de su camisa.
Por si acaso, pensó.