Lirios bajo la Luna

Capítulo 3

El escritorio de Eber era un reflejo de su mente: impecable en la superficie, pero con grietas apenas visibles.

Sobre el buro de roble oscuro, pulido hasta brillar, se alineaban tres plumas estilográficas (una Montblanc heredada de su padre, otra de plata que Ernesto le había regalado en su cumpleaños, y una tercera, barata pero funcional, que usaba cuando no quería arriesgar las otras). Un monitor curvo mostraba el borrador de un artículo para la revista Lírica, donde trabajaba como editor de poesía. A un costado, una torre de libros —Rilke, Pizarnik, un ejemplar desgastado de "Los Heraldos Negros"— se mantenía en equilibrio precario, como si desafiara las leyes de la física.

Y en el centro, siempre, un lirio en un vaso de agua. Hoy era blanco.

Eber terminó de corregir un verso de un autor novel ("El amor no es un naufragio / es la orilla que nunca alcanzas") y, antes de que la ansiedad pudiera disuadirlo, escribió un mensaje:

> Eber: "¿Café? Hay uno nuevo en la esquina de Valmara. Dicen que el espresso no sabe a quemado."

La respuesta llegó en menos de un minuto:

> Ernesto: "Solo si prometes no pedir ese té de hierbas que sabe a pis de gato. Ah, y si me cuentas por qué suenas como si hubieras visto un fantasma. 15 min. No huyas."

Eber esbozó una sonrisa. Ernesto siempre sabía.

~•••~

El lugar era un híbrido entre lo moderno y lo antiguo: paredes de ladrillo visto, lámparas de filamento que colgaban como medusas de cristal, y un mostrador de mármol verde donde se alineaban tres cafeteras italianas de latón. En el aire, el aroma a granos recién molidos se mezclaba con el dulce punzante de canela horneada.

Eber eligió una mesa junto a la ventana, donde la luz del atardecer teñía todo de tonos miel. Ernesto llegó con los mangas de la camisa arremangadas (siempre parecía recién salido de un taller, aunque solo hubiera estado escribiendo) y un libro de tapas negras bajo el brazo.

—¿Entonces? —preguntó Ernesto, dejándose caer en la silla—. ¿El fantasma era pelirrojo y con cara de pocos amigos?

Eber jugueteó con la taza (porcelana fina, diseño japonés, otro detalle que lo hizo elegir este lugar).

—Gema me invitó a su pueblo. Quiero que vengas.

Ernesto alzó una ceja.

—¿Es una trampa para casarte con la hija del alcalde y que nunca vuelvas? Porque si es así, acepto.

Eber no se rio. Bajó la voz:

—Necesito… alejarme. De él.

Ernesto dejó el sarcasmo. Asintió.

—Voy. Pero con una condición.

Sacó el libro negro y lo abrió en una página marcada con un ticket de metro doblado.

—"Amor Reprimido (o cómo no decirte lo que siento)" —leyó Eber en voz baja.

El poema hablaba de manos que no se tocan, de miradas robadas en ascensores, de un corazón que late en código morse. Eber sintió que algo se le enrollaba en el pecho.

—Quiero que lo publiques —dijo Ernesto, mirándolo fijo—. En Lírica. Con mi seudónimo, claro.

Eber asintió. No confiaba en su voz. Fue entonces cuando la vio.

Al otro lado de la calle, entre el vaivén de la gente, una figura alt se recortaba contra la luz del sol. No podía distinguir rasgos, pero algo en su postura —la manera en que los hombros se inclinaban hacia adelante, como un depredador al acecho— le heló la sangre.

No. No puede ser.

El hombre giró ligeramente la cabeza, y aunque Eber no vio su rostro, su cuerpo reaccionó antes que su mente. Se levantó tan bruscamente que la silla cayó al suelo con un golpe seco.

—¿Eber? —Ernesto lo agarró del brazo—. ¿Qué pasa?

Pero Eber ya estaba corriendo hacia la puerta trasera, sin aliento, sin explicaciones, como si huir pudiera borrar lo que acababa de ver.

Detrás de él, el poema de Ernesto quedó abandonado sobre la mesa, la última línea al descubierto:

"¿Cómo decirte que te amo / si mi boca aún sabe a miedo?"



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Editado: 24.06.2025

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