Eber buscaba entre los estantes de su biblioteca, los dedos rozando los lomos de los libros como si esperaran que alguno le hablara. "¿Dónde está 'El Jardín Olvidado'?", murmuraba, moviendo pilas de novelas y ensayos. Fue entonces cuando, detrás de una edición descuadernada de "Cien Años de Soledad", sus manos encontraron algo que no debía estar allí.
Una carta.
El sobre era de un amarillo enfermizo, el papel grueso y áspero bajo sus yemas, como si el tiempo lo hubiera vuelto frágil pero rebelde. Su nombre estaba escrito en la tinta desvanecida de su madre:
"Para Eber, cuando sea lo suficientemente valiente"
El corazón le latió tan fuerte que sintió que el pecho le ardía.
Dentro, la letra de su madre —esos trazos redondos y seguros que tanto había imitado de niño— le hablaba desde el pasado:
> "Querido Eber,
Si estás leyendo esto, es porque ya has crecido. O porque el mundo te ha obligado a hacerlo antes de tiempo. Sé que te he faltado. Que hay noches en las que me buscas en los sueños y despiertas con las manos vacías. Pero quiero que sepas algo: yo te elegí a ti, siempre. Incluso cuando elegirme a mí misma habría sido más fácil.No fue un accidente, mi amor. Fue un intercambio. Una madre sabe cuándo su vida es el precio justo por la de su hijo. Y yo pagué feliz. No estoy en el viento, ni en las canciones, ni en esas flores que tanto te gustan. Estoy aquí, en cada vez que respiras y decides seguir. Porque ese aire que llena tus pulmones es el mismo que me faltó a mí.
No me perdones. No te pido eso. Solo recuérdame viva, aunque solo sea por un segundo al día.
Con todo mi amor,
> Mamá"
Las lágrimas cayeron sobre el papel antes de que Eber pudiera detenerlas. Una gota se deslizó sobre la palabra "intercambio", difuminando la tinta como si el pasado mismo pudiera borrarse.
Tenía siete años.
Había estado viendo dibujos animados en la televisión del salón, envuelto en una manta demasiado grande para él. De pronto, un vacío. Como si algo se hubiera roto en el aire. Subió las escaleras —los peldaños crujiendo bajo sus pies descalzos— y se detuvo frente a la puerta del cuarto de sus padres. Cerrada.
Todo estaba oscuro. Demasiado oscuro.
Desde la ventana del pasillo, una rama de roble golpeaba el cristal una y otra vez, como queriendo entrar. Sobre ella, un cuervo lo miraba con ojos negros y brillantes. Rechinó. Un sonido que le heló la sangre.
Eber empujó una silla —la de mimbre donde su padre leía el periódico— hasta la puerta. La dejó caer una, dos veces, hasta que el picaporte cedió.
Dentro, el silencio era denso. Y entonces la vio.
Su madre estaba tendida en la cama, pálida como la porcelana de las tazas buenas, los labios entreabiertos como si hubiera querido decir algo más. Él se trepó a la cama, sacudiéndola, gritando "¡DESPIERTA!" con una voz que no era la suya. Le jaloneó el camisón, le apretó las manos, le besó las mejillas frías.
—Por favor, por favor, por favor…
Pero ella no se movió.
Y entonces Eber se derrumbó sobre su pecho, ahogándose en un llanto que no tenía consuelo, que no tenía fin, que nunca lo abandonaría del todo.
~•••~
Ahora, años después, Eber seguía en el suelo de su habitación, la carta aplastada contra su corazón, llorando como aquel niño de siete años que nunca entendió por qué el mundo era tan cruel.
Afuera, un cuervo graznó.
Y por primera vez en mucho tiempo, Eber respondió:
—Lo siento, mamá. Por no ser suficiente.
Pero el viento que movió los lirios de su ventana pareció susurrarle:
"Siempre lo fuiste."