El tren avanzaba como una aguja cosiendo paisajes. Eber apoyaba la frente contra el vidrio, sintiendo el temblor del cristal en los huesos. Junto a él, Ernesto jugueteaba con un billete doblado en forma de barco, lanzándole miradas furtivas cada vez que Eber respiraba demasiado hondo.
—¿Cuánto falta? —preguntó Eber por tercera vez.
—Tres estaciones —respondió Ernesto, pero no leyó la señalización. Lo sabía porque había memorizado el recorrido la noche anterior, cuando Eber dormía.
Afuera, los campos se teñían de lila y oro. Eber cerró los ojos. Lirios, pensó. Aquí crecen salvajes.
De pronto, el tren frenó con un chirrido. Un pueblo diminuto apareció en la ventana: casas de piedra con techos de teja roja, una plaza donde niños perseguían una pelota, y una iglesia blanca cuyo campanario tenía grietas en forma de raíces.
—Valmara —musitó Eber. El nombre le sabía a canela y tierra mojada.
Ernesto alzó una ceja.
—¿Nunca me dijiste que tenías raíces campesinas, Lirio.
Eber no respondió. Porque no eran raíces. Eran cicatrices.
La hermana de Eber los esperaba en el andén, vestida con un vestido amarillo que parecía hecho de sol solidificado. Al verlos, gritó y corrió hacia Eber, envolviéndolo en un abrazo que le arrancó el aire.
—¡Te extrañé, hermanito! —Gema lo zarandeó, pero al notar su rigidez, bajó la voz—. Eh, estás más flaco. ¿No comes?
Ernesto intervino, cargando las maletas:
—Solo pan tostado y lágrimas. Dieta del poeta triste.
Gema rió, pero su sonrisa se desvaneció cuando Eber retrocedió un paso, rozando el bolsillo donde guardaba la carta de su madre.
La casa de Gema era una construcción antigua de dos pisos, con paredes cubiertas de enredaderas y un jardín donde los lirios crecían entre las piedras. Al entrar, Eber sintió el olor a leña quemada y manzanas caramelizadas.
—Tu habitación está arriba —dijo Gema—. La misma de siempre.
Eber se quedó inmóvil. No recordaba haber estado allí antes.
La habitación era pequeña, con un techo inclinado y una cama de hierro forjado. En la mesilla, un cuadro de su madre sonriendo con un vestido azul. Eber lo tomó con manos temblorosas.
—¿Cuándo…?
—Lo pusimos después del funeral —dijo Gema desde la puerta—. Tú nunca volviste. Papá te llevó directo a la ciudad.
Ernesto, que escuchaba en silencio, notó cómo los dedos de Eber se aferraban al marco como si temieran que la imagen desapareciera.
—¿Por qué? —preguntó Eber.
Gema miró a Ernesto, luego al suelo.
—Porque aquí pasó.
Un silencio. Eber sintió que el cuarto se estrechaba.
—¿Dónde?
—En el bosque —susurró Gema—. Donde los lirios crecen en círculos.
~•••~
Esa noche, Eber no pudo dormir.
Se escabulló de la casa, siguiendo el sendero que Gema había mencionado.Deslizó la puerta trasera de la casa con el cuidado de quien no quiere despertar ni a los fantasmas. Las tablas del piso crujieron bajo sus pies descalzos, pero nadie gritó su nombre. Nadie lo detuvo. La luna lo guiaba, pintando el camino de plateado líquido. A lo lejos, el bosque murmuraba.
Entre los árboles, Eber encontró un claro. Y en el centro, un círculo perfecto de lirios blancos, como los que su madre amaba.
Eber creyó haber sido sigiloso.
El bosque lo llamaba.
Ernesto lo siguió en silencio, sin preguntar. Lo único que hizo fue tomar una chaqueta para colocarla encima de su pijama y tomó el móvil. Decidió enviarle un mensaje a la Gema.
> Ernesto a Gema: "Tu hermano fue al bosque. Algo no me gusta."
El mensaje llegó con un ping a la cocina, donde Gema, sentada frente a una taza de té frío, ya sostenía algo entre sus manos:
Eber llegó al círculo de lirios justo cuando la luna se alzaba sobre los árboles. Los pétalos blancos brillaban como dientes en la oscuridad.
—Aquí fue —susurró para sí, tocando la tierra.
Entonces, un chasquido de ramas.
Ernesto emergió entre los árboles, sin aliento.
—¡Maldito seas, Lirio! ¿Qué demonios haces—?
Un segundo ruido los interrumpió. Más fuerte. Más cerca.
Gema apareció al borde del claro, la linterna en una mano y el revólver en la otra. Su vestido amarillo parecía una mancha de sol en la noche.
—¿Crees que no sé lo que hoy es? —gritó, alzando el arma hacia la oscuridad—. ¡El aniversario de su muerte!
Eber retrocedió. No había olvidado la fecha. Solo había pretendido que sí. Ernesto miró entre los dos hermanos, conectando los puntos.
—Mierda. ¿Y ese cabrón sabe?
Gema asintió, con lágrimas en los ojos.
—Siempre vuelve en esta fecha. Como un animal al lugar donde mató.
Fue entonces cuando lo vieron.
Entre los árboles, una silueta alta se apoyaba contra un roble. El reflejo de la luna en el filo de un cuchillo.
—Ebercito —susurró la voz desde las sombras—. Qué grande estás.
Gema accionó el martillo del revólver con un clic que resonó en el bosque.
—Esta vez no —gruñó—. Esta vez, yo tengo el arma.
Y entonces, Damián Varela rió desde la oscuridad.
A Eber el recuerdo lo golpeó como un relámpago. Tenía seis años. Llevaba un suéter azul (demasiado grande para él) y botas de lluvia que chapoteaban en el barro. Su madre, Marta, lo guiaba entre los árboles, cantando una canción sobre pájaros y nubes. Él reía, corriendo hacia el claro donde los lirios crecían en un círculo perfecto.
—¡Mira, mamá! —gritó, señalando una mariposa posada en una flor—. ¡Es como las de tu vestido!
Su madre sonrió, pero entonces su expresión se congeló. Eber siguió su mirada.
Entre los árboles, un hombre alto emergió de la sombra. Llevaba un abrigo negro y botas embarradas. Su rostro estaba marcado por una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda, desde el pómulo hasta la barbilla.
—Marta —dijo el hombre—. No puedes huir para siempre.
Eber sintió el miedo de su madre antes de entenderlo. Ella lo empujó detrás de sí.
—Corre, Eber —susurró—. Ve a casa. ¡CORRE!
Él corrió. Pero a mitad del camino, se volvió.
Vio cómo el hombre sacaba algo del bolsillo: un cuchillo de caza, la hoja oxidada y mellada. Vio cómo su madre se interponía, los brazos extendidos. Oyó el grito. Y luego… el silencio.
Los lirios blancos se tiñeron de rojo.
El hombre lo miró a él, desde la distancia, y dijo algo que Eber nunca olvidaría:
—Tú siguiente.
Después, se esfumó entre los árboles.
Eber volvió a sí mismo con un jadeo y miró los lirios. Ahora entendía por qué siempre soñaba con conejos blancos perseguidos.
—No —susurró Eber, retrocediendo—. No puede ser.
Ernesto se interpuso, agarrando una rama del suelo.
—¡Vete! —rugió hacia la oscuridad—. ¡O te rompo la otra mejilla!
La figura se rió. Un sonido rasposo, como hojas secas aplastándose.
Y entonces, el hombre avanzó hacia la luz de la luna.
El tiempo no había sido amable con él. La cicatriz seguía allí, pero ahora su rostro estaba surcado de arrugas profundas, como cortes de cuchillo mal cerrados. Llevaba el mismo abrigo negro, aunque desteñido, y en sus manos un cuchillo de caza que reflejaba la luz lunar.
—Siempre supe que volverías —dijo, sonriendo con dientes amarillos—. Los lirios te llaman, ¿verdad? Como a tu madre.
Ernesto se lanzó hacia adelante, pero Gema lo detuvo.
—No —susurró—. Está loco. Y peligroso.
Damián miró a Eber con ojos que ardían de obsesión.
—Vine a terminar lo que empecé —dijo—. Marta no debió esconderte de mí. Los hijos son del padre. Ella no murió esa noche, por eso no cometeré el mismo error contigo. Te mataré.
Eber sintió algo romperse dentro de él.
—No eres mi padre —escupió—. Eres solo un monstruo que mató a mi madre.
Damián rió.
—Y ahora mataré a tu amigo. Para que sepas lo que es perder algo que amas.
Ernesto no tuvo tiempo de reaccionar.
El cuchillo voló por el aire, directo a su pecho.
Eber no pensó. Se movió.
El cuchillo lo atravesó el costado izquierdo, justo debajo de las costillas. El dolor fue tan agudo que ni siquiera gritó. Cayó de rodillas, las manos aferrándose a la hoja empapada en su sangre.
—¡EBER! —Ernesto lo atrapó antes de que tocara el suelo.
Gema disparó. Otro más que rompió el aire, y Damián seguía ileso. Cuando intenta disparar una vez más con desespero, las balas no salen; estaban agotadas y sin pensarlo dos veces soltó el revólver y se abalanzó sobre Damián, pero él la apartó de un golpe, huyendo hacia el bosque.
—No… no lo dejes ir —jadeó Eber, la visión nublándose—. Tiene que… pagar.
Ernesto le presionó la herida, las manos temblando.
—Cállate, Lirio. No te me mueras. No te me mueras.
Eber miró hacia arriba. Entre las ramas de los árboles, la luna brillaba como el pétalo de un lirio gigante.
—Mamá… —susurró—. ¿Estás ahí?
Y entonces, todo se volvió negro.