El blanco lo inundaba todo. Paredes, sábanas, incluso el aire parecía teñido de ese color clínico que olía a desinfectante y miedo. Eber yacía en la cama, pálido como los lirios de su ventana, conectado a cables que latían al ritmo de su corazón. Estable, pero débil.
Ernesto estaba allí, sentado en una silla de plástico naranja, con las manos enredadas en su propio cabello. Llevaba la misma ropa del día anterior —camisa negra arrugada, jeans manchados de sangre seca— y unos ojos rojos que delataban noches sin dormir.
Gema entró con dos tazas de café, pero al ver la expresión de Ernesto, dejó una en la mesa y salió sin palabra.
Ernesto se inclinó hacia adelante, los codos sobre las rodillas, la voz ronca por el cansancio:
—Si te mueres, Lirio, juro que desentierro ese maldito círculo de flores y lo prendo fuego.
Eber no abrió los ojos, pero sus labios se movieron, apenas un susurro:
—Eso… sería… contaminación ambiental.
Ernesto soltó una risa que sonó más a sollozo.
—¿En serio? ¿Ahora te da por el humor? —apretó los puños—. Me sacaste veinte años de vida, ¿sabes?
Eber intentó sonreír, pero el dolor lo traicionó. Un gemido escapó de sus labios.
Ernesto se levantó de un salto, las manos temblando sobre el cuerpo de Eber sin atreverse a tocarlo:
—¡Mierda! ¿Te duele? ¿Quieres que llame a la enfermera? ¿Agua? ¿Un puñetazo en la cara para distraerte?
Eber entreabrió los ojos, verdes como siempre, pero opacos, como si alguien hubiera apagado la luz detrás de ellos:
—Solo… quédate.
Ernesto tragó saliva.
—No pienso irme.
Pasaron horas. La noche cayó sobre el hospital, y con ella, el silencio. Eber dormitaba, sedado. Ernesto, incapaz de cerrar los ojos, sacó un papel arrugado de su bolsillo: el poema que Eber nunca llegó a publicar.
Lo leyó en voz baja, pero Eber lo escuchó.
—"Amor reprimido (o cómo no decirte lo que siento)" —empezó Ernesto, mordiendo cada palabra como si le quemaran—. "Tus manos son pájaros que no me atrevo a atrapar / tu voz, un río donde me ahogo sin protestar…"
Eber giró lentamente la cabeza hacia él.
—¿Por qué… ese poema? —preguntó, cada sílaba un esfuerzo.
Ernesto no levantó la vista del papel.
—Porque es la única manera que tengo de decirte cosas sin echarme a temblar.
Eber extendió una mano —tibia, débil— y rozó los dedos de Ernesto.
—No hace falta… que tiembles.
Ernesto lo miró entonces, de verdad, y vio en esos ojos verdes algo que siempre había estado ahí: un reflejo de su propio corazón.
—Cuando salgas de aquí —dijo Ernesto, entrelazando sus dedos con los de Eber—, te llevo lejos. Donde no haya puentes, ni bosques, ni malditos lirios. Solo mar.
Eber cerró los ojos.
—Odio el mar. Es demasiado… grande.
—Pues montañas. O un desierto. O un puto centro comercial. Lo que quieras, Lirio.
Eber apretó su mano con una fuerza sorprendente.
—Quiero… que lo encuentren. A Damián.
Ernesto se inclinó hasta que su frente rozó la de Eber.
—Lo haré. Pero primero, tú. Primero te saneas. ¿Entendido?
Eber asintió, casi imperceptiblemente.
—Ernesto…
—¿Qué?
—El poema. Publícalo… con mi nombre junto al tuyo.
Ernesto sonrió, por primera vez en días.
—"E.L. & E.C. — Amantes de closet y cobardes profesionales".
Eber rio, y el sonido fue tan frágil y hermoso que Ernesto sintió que el universo entero se detenía para escucharlo.