La noche envolvía el pueblo como un manto pesado, la luna oculta tras nubes que prometían tormenta. Damián Varela avanzaba entre los árboles con la agilidad de un depredador que conocía cada centímetro de ese territorio. Su respiración era calmada, medida, pero dentro de su pecho ardía una furia antigua. Llevaba en la mano el cuchillo de caza, la hoja todavía manchada de la sangre de Eber, y de vez en cuando la levantaba hacia la luz tenue para admirar su brillo opaco.
"Ebercito", susurró para sí mismo, la voz un zumbido enfermizo en la oscuridad. "Qué hombre te has convertido".
Su guarida era una cabaña abandonada en las afueras del pueblo, un lugar que nadie recordaba, perdido entre maleza y sombras. Al entrar, el olor a moho y carne rancia llenó sus fosas nasales. No le importaba. En una mesa desvencijada, iluminada apenas por una vela que chorreaba cera como lágrimas, había dispuesto su cena: un trozo de pan duro, un pedazo de queso que empezaba a enmohecerse y una botella de aguardiente casi vacía. Pero lo que verdaderamente centraba su atención era el pequeño tesoro que había robado de la casa de Gema antes de huir.
Un libro de poemas.
El libro de Eber.
Con dedos temblorosos, lo abrió por una página al azar, sus ojos recorriendo los versos con avidez. "Lirios bajo la luna", decía el título. Damián rio, un sonido seco y roto.
—Tanto tiempo escapando de mí, y al final, tus propias palabras te delatan —murmuró, arrastrando una uña sucia sobre el papel.
Bebió un trago largo de aguardiente, el líquido quemándole la garganta. Su mente, siempre febril, comenzó a tejer imágenes: Eber en el hospital, débil, vulnerable, con ese cuerpo delgado que tanto le recordaba a Marta. Pero Eber ya no era un niño. Era un hombre, y eso lo hacía más interesante.
—No entiendes, Ebercito —susurró, acariciando la hoja del cuchillo—. Esto no es odio. Nunca lo fue.
En la pared frente a él, clavadas con alfileres, había fotos amarillentas. Algunas de Marta, otras de Eber de niño, robadas a escondidas durante los años. Pero ahora había una nueva: una imagen recortada de un periódico local que mostraba a Eber en un evento literario, su rostro serio, esos ojos verdes que parecían mirar directamente a Damián incluso a través del papel.
Se levantó bruscamente, derribando la silla. El dolor en su costado, donde Gema lo había golpeado al defenderse, le recordó que el tiempo se acababa. Pronto el pueblo entero estaría buscándolo. Pronto Eber estaría lo suficientemente fuerte para huir de nuevo.
No. No lo permitiría.
—Te vi primero —dijo, como si Eber pudiera oírlo—. Eres mío.
Afuera, el viento comenzó a aullar, arrastrando hojas secas y el aroma de los lirios silvestres que crecían cerca del arroyo. Damián sonrió, mostrando dientes amarillentos.
—Volveré por ti, Lirio. Y esta vez, no habrá nadie para interponerse.
Sopló la vela, sumiéndose en una oscuridad que le resultaba más cómoda que la luz. En la negrura, sus dedos siguieron acariciando el cuchillo, una promesa silenciosa hecha de acero y obsesión.
El cazador no había terminado. La presa aún respiraba.
Y eso, en la mente retorcida de Damián Varela, era una ofensa que solo se lavaría con sangre.