El sol de la mañana se filtraba por las cortinas del hospital cuando Gema irrumpió en la habitación, el rostro descompuesto y un trozo de papel arrugado en la mano. Ernesto, que acababa de quedarse dormido con la cabeza sobre el borde de la cama, se incorporó de golpe, los ojos inyectados en sangre.
—Lo encontré clavado en la puerta de casa —dijo Gema, tendiendo la nota con dedos que apenas temblaban.
Ernesto cogió el papel. Las palabras, escritas con una caligrafía angulosa y violenta, le quemaron los ojos:
"Los lirios siempre florecen donde hay sangre. Pronto tendré más para regarlos. —D.V."
El aire se espesó. Eber, pálido contra las almohadas, giró la cabeza hacia la ventana, donde los primeros rayos de sol acariciaban un jarrón con lirios blancos que Ernesto había comprado esa misma mañana.
—Hay que avisar a la policía —murmuró Gema, pero su voz sonó lejana, como si ya supiera que no serviría de nada.
Ernesto aplastó la nota en su puño.
—No —dijo, con una calma que asustó incluso a Gema—. Esta vez, yo lo encontraré primero.
Eber intentó sentarse, pero el dolor lo obligó a recostarse de nuevo.
—No vayas solo —suplicó, agarrando la manga de Ernesto con una fuerza inesperada—. Es peligroso.
Ernesto miró esos dedos huesudos aferrados a su brazo, luego alzó la vista hacia el rostro de Eber. Había algo nuevo en esos ojos verdes, algo que no había visto en todos los años que llevaban juntos: miedo, sí, pero también una determinación feroz.
—No voy a hacer nada estúpido —mintió Ernesto, acariciando el dorso de la mano de Eber con el pulgar—. Prometo esperar a que te curen.
El médico eligió ese momento para entrar, con su bata blanca y su sonrisa profesional que no alcanzaba los ojos.
—Hablando de curar —dijo, revisando las grapas en el costado de Eber—, el cuerpo sigue estable, pero... —hizo una pausa, mirando a Eber con curiosidad clínica—. Tienes un alma demasiado grande para un cuerpo tan frágil, joven. Eso no ayuda a la recuperación.
Ernesto soltó una risa amarga.
—Cuéntame algo nuevo.
Eber no dijo nada. Solo cerró los ojos, dejando que el cansancio lo arrastrara de nuevo hacia el sueño. Ernesto observó cómo su respiración se hacía más regular, cómo las arrugas de dolor en su frente se suavizaban. Sin pensarlo, se inclinó y apoyó la cabeza con cuidado sobre el pecho de Eber, justo donde el corazón latía, constante y milagroso bajo las vendas.
El sonido de ese latido lo tranquilizó más que cualquier palabra.
Gema, que había estado observando la escena con los brazos cruzados, se acercó sigilosamente y colocó una manta sobre los hombros de Ernesto.
—Duerme un poco —susurró—. Yo me quedo vigilando.
Ernesto quería protestar, decirle que no podía dormir, que no lo haría, pero el agotamiento era más fuerte que él. Los párpados le pesaban como plomos, y el calor del cuerpo de Eber bajo su mejilla era la última cosa que recordó antes de caer en un sueño profundo, sin pesadillas por primera vez en días.
Fuera, el viento movía las ramas de los árboles del estacionamiento del hospital, arrastrando consigo el olor a tierra mojada y, quizás, el rastro de un abrigo negro que se perdía entre la maleza.