La fiebre lo arrastró hacia el sueño como una marea negra. Eber, atrapado entre los sedantes y el dolor, sintió cómo el pasado lo envolvía de nuevo. No era un recuerdo. Era una cárcel de carne y miedo.
Tenía ocho años.
El olor a humedad y madera podrida llenaba su nariz. Estaba en el cobertizo detrás de la casa, ese lugar donde su padre le decía que "los hombres guardaban sus secretos". La luz entraba a través de las tablas rotas, dibujando líneas doradas en el polvo que flotaba en el aire. Eber no entendía por qué su padre lo había llevado allí, pero algo en la manera en que le apretaba la muñeca le decía que esto no era uno de sus "juegos especiales".
—Ya eres casi un hombre, Ebercito —susurró Damián, arrodillándose frente a él. Su aliento olía a aguardiente y tabaco rancio—. Es hora de que aprendas.
Las manos de su padre, grandes y callosas, le abrieron los pantalones con una facilidad aterradora. Eber sintió el aire frío en su piel, pero no se atrevió a moverse. "Si me quedo quieto, terminará pronto", pensó, repitiendo como un mantra las palabras que su madre le decía cuando le ponían inyecciones.
—Mírame —ordenó Damián, agarrándole la barbilla con fuerza—. Así es como se hace.
El dolor fue un relámpago blanco que le partió el cuerpo en dos. Eber gritó, pero su padre le tapó la boca con una mano, ahogando el sonido en su paladar.
—Calla. Los hombres no lloran.
Las lágrimas le ardían en los ojos, pero Eber las contuvo. "Los hombres no lloran". Las paredes del cobertizo giraban a su alrededor, las tablas crujiendo como huesos rotos. Podía sentir el peso de su padre encima, el roce áspero de su barba contra su cuello, el sonido húmedo y repugnante de su respiración en su oído.
—Eres mío —jadeó Damián, clavándole las uñas en las caderas—. Mío.
Algo caliente y pegajoso corrió por sus piernas. Eber cerró los ojos con fuerza, imaginando que estaba en otro lugar, en el claro del bosque donde los lirios crecían en círculos perfectos. Donde su madre lo esperaba con los brazos abiertos.
Pero cuando Damián terminó y lo soltó, Eber se derrumbó en el suelo de tierra, temblando como un animal herido. Su padre se ajustó los pantalones con un gruñido de satisfacción.
—No se lo digas a tu madre —dijo, limpiándose las manos en los pantalones—. O la lastimaré a ella también.
Eber asintió, la garganta cerrada. Sabía que su padre no mentía.
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El sueño saltó hacia adelante, como una película con escenas cortadas.
Ahora estaba en el bosque.
Su madre corría entre los árboles, arrastrándolo de la mano. Eber apenas podía caminar; le dolía todo, pero el terror en los ojos de Marta lo mantenía en movimiento.
—¡Más rápido, mi vida! —gritó ella, la voz quebrada por el pánico—. ¡No puede encontrarnos!
Pero Damián los encontró.
Apareció como una sombra entre los troncos, el cuchillo de caza brillando bajo la luna. Eber vio cómo su madre se interponía, cómo las manos de su padre la agarraban del pelo, cómo la hoja del cuchillo desaparecía en su estómago una, dos, tres veces.
—¡MAMÁ!
El grito desgarró su garganta, pero ella ya no podía oírlo. Cayó sobre los lirios, su sangre tiñendo los pétalos de rojo. Damián se volvió hacia Eber, los ojos brillando con una locura que el niño no entendió hasta años después.
—Tú siguiente —susurró.
Y entonces Eber despertó.
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La habitación del hospital estaba en silencio, iluminada solo por la luz azulada de las máquinas. Eber jadeaba, las sábanas empapadas en sudor frío. Alguien le sostenía la mano.
Ernesto.
Dormía en la silla junto a la cama, la frente apoyada en el borde del colchón, los dedos entrelazados con los de Eber como un ancla en medio de la tormenta.
Eber no lo despertó. Solo apretó esa mano con fuerza, sabiendo que, por primera vez en su vida, no estaba solo.
Fuera, la luna brillaba sobre los campos, iluminando los lirios silvestres que crecían junto al arroyo.
Y en algún lugar entre los árboles, una sombra observaba.
Esperando.