Lirios bajo la Luna

Capítulo 10

El aire olía a lluvia reciente y a tierra húmeda cuando Eber salió del hospital, apoyándose levemente en el brazo de Ernesto. El sol de media tarde doraba las paredes del edificio, convirtiendo los ventanales en espejos que devolvían una imagen distorsionada de los dos: Eber, pálido y delgado, envuelto en un suéter azul marino que le quedaba demasiado grande; Ernesto, con su chaqueta de cuero gastado y esa expresión entre protectora y feroz que no había abandonado desde la noche en el bosque.

—¿Seguro que puedes caminar? —preguntó Ernesto, ajustando su paso al ritmo lento de Eber.

—No soy de cristal —murmuró Eber, pero apretó los dedos alrededor del brazo de Ernesto un poco más fuerte de lo necesario.

Las calles del pueblo estaban tranquilas a esa hora. Algunas miradas curiosas se posaron sobre ellos —el poeta herido y su guardián de mirada intensa—, pero nadie se atrevió a interrumpir su caminata. Pasaron frente a la plaza, donde los niños seguían jugando como si el mundo no hubiera cambiado, frente a la librería con sus escaparates llenos de novelas de amor y aventuras, frente al banco donde, años atrás, Eber había visto a su padre beber cerveza con los otros cazadores.

—¿Qué tal un helado? —Ernesto señaló una pequeña heladería con un letrero pintado a mano que decía "La Flor de Nata".

Eber lo miró con escepticismo.

—Hace frío.

—Por eso mismo —Ernesto sonrió, ese gesto pícaro que siempre hacía que el corazón de Eber se acelerara—. Nadie compra helado en otoño. Tendremos el lugar para nosotros solos.

Dentro, el aroma a vainilla y canela envolvía el ambiente. Una mujer mayor, con el pelo recogido en un moño desordenado, les sirvió dos conos: uno de chocolate amargo para Eber, otro de dulce de leche con trozos de brownie para Ernesto.

—Para recuperar energías —dijo Ernesto, guiñándole un ojo a Eber antes de lamer su helado con exagerada lentitud.

Eber rodó los ojos, pero no pudo evitar una sonrisa pequeña, privada, solo para ellos dos.

Se sentaron en un banco frente al río, donde los últimos rayos de sol bailaban sobre el agua. Eber probó su helado, dejando que el sabor amargo del chocolate le recordara que esto era real, que estaba vivo, que Damián no había ganado.

—¿Sabes qué falta aquí? —Ernesto dijo de pronto, inclinándose hacia Eber con una chispa traviesa en los ojos.

—¿Qué?

El beso fue rápido, un robo descarado: los labios de Ernesto, dulces por el helado, se posaron sobre los de Eber con una suavidad que contrastaba con la rudeza de sus manos al aferrarse a su suéter. Duró apenas un segundo, pero Eber lo sintió en todo el cuerpo, como una descarga eléctrica que le recordaba cada herida, cada cicatriz, y también cada razón para seguir adelante.

—Eso —susurró Ernesto al separarse, lamiéndose los labios con satisfacción—. El helado estaba bueno, pero esto es mejor.

Eber no respondió. Solo apoyó la cabeza en el hombro de Ernesto, dejando que el sonido del río y el calor de ese cuerpo junto al suyo le recordaran algo que había olvidado durante años:

El mundo también podía ser dulce.

Mientras tanto, en la otra orilla del río, entre los juncos y la sombra de los sauces, algo se movió.
Pero esta vez, Eber no miró atrás.

El aroma a ajo dorado y albahaca fresca los recibió al cruzar el umbral de la casa. Gema, con un delantal manchado de salsa y los rizos escapándose de su coleta, revolvía una cacerola mientras tarareaba.

—¡Ahí están mis fugitivos! —exclamó, dejando la cuchara de madera para abrazar a Eber con cuidado—. Te preparé sopa de tomate casera, tu favorita de niño. Y pan de ajo.

El comedor estaba iluminado por velas —"para ahorrar luz", dijo Gema, pero Eber sabía que era porque recordaba cómo le gustaba la luz tenue después de los ataques de ansiedad—. Entre los tres llenaron el silencio con conversaciones triviales: el clima, el libro que Ernesto estaba leyendo, el festival de flores que empezaría en una semana.

Pero cuando Eber subió a su habitación, todo el calor del almuerzo se congeló en sus venas.

El libro.

Su libro.

El ejemplar de "Lirios bajo la luna" —su primer poemario publicado, con anotaciones al margen y dedicatorias de lectores— había desaparecido de la mesilla de noche. En su lugar, una mancha circular en el polvo delataba dónde había estado.

—¡GEMA! —gritó, con una voz que no reconocía como propia.

Ernesto llegó primero, escaleras arriba de dos en dos.

—¿Qué pasa? —jadeó, agarrando el marco de la puerta.

Eber señaló el espacio vacío con una mano temblorosa.

—Se lo llevó.

No necesitó decir el nombre. La sombra en los ojos de Ernesto lo confirmó todo.

Gema apareció detrás de ellos, secándose las manos en el delantal.

—Yo no lo toqué, lo juro. ¿Qué...?

—Damián estuvo aquí —cortó Ernesto, los nudillos blancos al apretar la puerta—. Mientras estábamos en el hospital.

Eber sintió cómo el pánico trepaba por su garganta, pero entonces notó algo más. En el lugar donde había estado el libro, casi imperceptible, había una mota de tierra rojiza.

Como la que se pegaba a las botas de caza de su padre.

Ernesto siguió su mirada y maldijo entre dientes.

—Esta noche reviso el bosque.

—No irás solo —Eber lo agarró de la muñeca con una fuerza que sorprendió a los tres—. Esta vez, voy contigo.

Afuera, el viento movió los lirios del jardín, como si el mismo bosque contuviera la respiración.

Y en algún lugar entre los árboles, entre las páginas robadas de un libro, un monstruo sonreía.



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Editado: 24.06.2025

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