Lirios bajo la Luna

Capítulo 11

El aire olía a sal y a jazmines, una mezcla que se colaba por la ventana entreabierta del viejo faro que Eber había convertido en refugio. Ernesto lo seguía en silencio, los dedos entrelazados con los suyos, como si temiera que, si soltaba, todo podría desvanecerse.
—Nunca pensé que volvería a sentir esto —murmuró Eber, deteniéndose frente a la escalera de caracol que llevaba a la terraza.
—¿El qué? —preguntó Ernesto, acercándose hasta que su aliento rozó los labios del otro.
—Que alguien me mirara así… Como si yo fuera suficiente.
Ernesto no respondió con palabras. En lugar de eso, cerró los ojos y apoyó la frente contra la de Eber, dejando que el latido de sus corazones marcara el compás de aquel instante. El faro, testigo mudo de tormentas y soledades, ahora guardaba un secreto más dulce.
Subieron hasta la terraza, donde el cielo estrellado se abría como un manto infinito. Ernesto se dejó caer sobre las mantas extendidas en el suelo, tirando de Eber con suavidad hasta hacerlo caer sobre él.
—Quiero recordar cada parte de ti —susurró Ernesto, deslizando las manos bajo la camisa de Eber, explorando cada cicatriz, cada curva, como si fueran versos de un poema que solo él podía leer.
Eber contuvo el aire cuando los labios de Ernesto encontraron su clavícula, luego su pecho, después el vientre. Cada beso era una promesa, cada roce, un juramento. No había prisa, solo la certeza de que aquello era distinto a todo lo vivido antes.
—Tú… —Eber lo interrumpió al sentir los dedos de Ernesto en su cintura—. Tú me haces sentir que valgo la pena.
—Porque lo vales —respondió Ernesto, sellando esa frase con un beso profundo, lento, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos.
La brisa jugueteaba con sus cuerpos entrelazados, mezclando sudor y suspiros. Eber se dejó llevar, abandonándose a la calidez de esas manos que lo conocían incluso mejor que él mismo. Y cuando finalmente se fundieron en uno, bajo la luz plateada de la luna, no hubo dolor, ni miedo, solo un nombre repetido como una plegaria: Ernesto, Ernesto, Ernesto…
Después, acurrucados entre las mantas, Eber trazó círculos en la espalda de Ernesto, memorizando cada lunar, cada respiración.
—¿Qué pasa si despierto y esto fue un sueño? —preguntó Eber, voz ronca.
Ernesto sonrió y lo atrajo de nuevo hacia sí.
—Entonces no volveré a dejarte dormir solo.
Y así, entre caricias y promesas, el faro siguió en pie, iluminando no el mar, sino el pedazo de cielo que dos almas habían robado para sí.



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Editado: 24.06.2025

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