La mañana siguiente olía a café recién hecho y pan quemado. Ernesto entró en La Luna Menguante, la única cafetería del pueblo que valía la pena, con el libro de Eber bajo el brazo y los ojos hinchados por la falta de sueño. La noche anterior no había podido cerrar los ojos, no después de lo que habían encontrado en el bosque. La página arrancada. La sangre. Alguien sabía demasiado.
Se sentó en una esquina, cerca de la ventana, y pidió un café negro y una tostada. Mientras esperaba, pasó los dedos por el borde rasgado del libro, como si pudiera recuperar el poema perdido con solo desearlo.
—Parece que has tenido una noche movida.
La voz lo sacó de sus pensamientos. Alzó la vista y allí estaba Leo, el dueño del taller mecánico, un tipo grande de manos engrasadas y sonrisa fácil. Se sentó frente a él sin pedir permiso, dejando caer su gorra de béisbol sobre la mesa.
—Podría decirse eso —murmuró Ernesto, cerrando el libro con cuidado.
Leo tomó un sorbo de su propio café antes de hablar de nuevo, esta vez en un tono más bajo.
—Oí que andabas preguntando por Damián.
Ernesto se tensó. ¿Cómo lo sabía? Había sido discreto, pero en un pueblo tan pequeño, los murmullos viajaban más rápido que el viento.
—¿Y si es así?
Leo se inclinó hacia adelante, los codos sobre la mesa.
—No es buena idea meterte con ese tipo. Pero si de verdad necesitas encontrarlo, hay un viejo que podría ayudarte. Elías Soler. Era cazador, igual que Damián, antes de que todo se fuera al infierno.
—¿Dónde lo encuentro?
—En una cabaña al norte del pueblo, pasando el arroyo seco. —Leo hizo una pausa y bajó aún más la voz—. Pero ten cuidado. Elías no habla con cualquiera, y menos de eso.
Ernesto asintió, metiéndose la dirección en la memoria. Antes de irse, Leo le dejó una última advertencia:
—Damián no es de los que perdonan. Si te ve como una amenaza…
No terminó la frase. No hacía falta.
Ernesto pagó su café y salió a la calle, donde la luz del sol no lograba calentar el frío que llevaba dentro. Tenía un nombre. Un lugar. Y, sobre todo, una certeza: si alguien sabía qué había pasado con la página del libro, era Elías.
Pero una pregunta lo perseguía mientras caminaba de vuelta hacia donde Eber lo esperaba: ¿Estaba listo para las respuestas?