El viento golpeaba contra las ventanas de la casa de Gema, como si intentara advertirles que algunas puertas es mejor no abrirlas.
—Aquí.
Gema se arrodilló frente al viejo armario de la cocina, sus dedos temblorosos buscando entre las tablas del suelo. Eber la observaba, los brazos cruzados, con el peso de las últimas horas aplastándole el pecho. El cuchillo. La sangre. La oscuridad en los ojos de Ernesto. Todo se mezclaba en su cabeza, pero ahora había algo más: el molino abandonado. El lugar donde Damián los esperaba.
—Mamá lo escondía cada vez que él volvía de cacería —susurró Gema, sacando una tabla suelta con un tirón seco. Del hueco polvoriento surgió un cuaderno de tapas gastadas, atado con un cordel descolorido. El diario de Marta.
Eber lo tomó como si fuera dinamita a punto de explotar. Las páginas olían a tiempo y a lágrimas secas.
—No estás preparado para lo que vas a encontrar —advirtió Gema, pero Eber ya estaba abriéndolo por la mitad, donde un marcado doblez señalaba una entrada en particular.
"15 de julio. Hoy supe que llevo dentro al hijo del hombre que amé. No al monstruo que me obliga a compartir su cama. Damián nunca debe saberlo. Si lo descubre, nos matará a los dos."
El mundo se detuvo.
Eber sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. No era hijo de Damián. Las palabras bailaban frente a sus ojos, crueles, reveladoras. Su verdadero padre había sido alguien más. Un poeta. Un hombre cuyo nombre aparecía una y otra vez en las páginas del diario, entre versos copiados con caligrafía apurada y confesiones de un amor que Marta jamás pudo vivir en libertad.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le espetó a Gema, la voz quebrándose como cristal.
—¡Yo tampoco lo sabía! —Ella juntó las manos, como si pudiera armar los pedazos que se desmoronaban frente a ella—. Mamá solo me dijo que... que debíamos protegerte.
Ernesto, que había permanecido en silencio junto a la puerta, avanzó. Sus nudillos aún tenían restos secos de sangre (la de Elias,la que Eber ahora no podía dejar de ver).
—Esto cambia todo —murmuró Ernesto—. Damián no te cazaba por venganza... lo hacía porque odia lo que no puede poseer.
Eber dejó caer el diario. Las páginas abiertas revelaron un poema inconcluso, firmado con un nombre que le quemó los ojos: Luciano Flores. Su padre.
—¿Entonces qué soy? —La pregunta salió rasgada, porque si no era el hijo del lobo, si toda su vida había sido una mentira... ¿Quién diablos era Eber ahora?
Gema intentó tocarlo, pero él se apartó. Necesitaba aire. Necesitaba romper algo. Necesitaba...
—El molino —dijo de pronto, alzando la vista hacia Ernesto—. Tenemos que ir allí.
Porque si Damián no era su padre, entonces sus juegos, su obsesión, su crueldad... todo cobraba otro sentido. Y Eber estaba listo para enfrentarlo.