La cabaña olía a madera vieja y a la hierba seca que Gema había esparcido por los rincones para espantar los insectos. Afuera, la noche se había cerrado sobre el pueblo como un puño, pero dentro, apenas iluminados por una sola vela, Eber y Ernesto estaban solos. Realmente solos, por primera vez desde que todo comenzó.
Eber estaba sentado en el borde de la cama, el diario de Marta aún apretado entre sus manos. Las palabras de su madre—Luciano Flores, poeta, amor, libertad—resonaban en su cabeza como un eco que no se apagaba.
Ernesto se acercó en silencio. No dijo nada; no hacía falta. Con un gesto lento, le quitó el diario de las manos y lo dejó sobre la mesa de noche. Después, se arrodilló frente a Eber, sus rodillas hundiéndose en la estera gastada del suelo, y le tomó el rostro entre las manos.
—Respira —le ordenó suavemente.
Eber cerró los ojos. El contacto de esas manos—ásperas por el trabajo, cálidas, vivas—lo ancló a la realidad.
—No sé quién soy —confesó, la voz apenas un susurro.
Ernesto pasó los pulgares por sus pómulos, limpiando lágrimas que Eber ni siquiera había sentido caer.
—Eres Eber. El que me enseñó que el amor no tiene que doler. El que sobrevivió a Damián. El que escribe versos más hermosos que los de cualquier poeta muerto.
Eber abrió los ojos y se encontró con esa mirada que lo conocía demasiado bien. La misma que había visto oscurecerse horas antes en el sótano.
—Y tú... —Eber alzó una mano, tocando la mejilla de Ernesto, sintiendo la textura de su piel bajo los dedos—. ¿Quién eres tú, después de lo de hoy?
Ernesto inclinó la frente hasta apoyarla contra la de Eber.
—Alguien que haría cualquier cosa por ti. Incluso esto.
El aire entre ellos se cargó de algo eléctrico. Eber no supo quién se movió primero, pero de pronto sus labios estaban juntos, en un beso que sabía a sal y a promesas rotas. No fue dulce; fue necesario, como beber después de días de sed.
Ernesto lo empujó hacia atrás, sobre la cama, y Eber se dejó llevar. Las manos de Ernesto lo recorrieron como si intentaran memorizarlo—los hombros, el cuello, las costillas—, como si temieran que al día siguiente ya no estarían allí para tocar.
—No me dejes perderte —murmuró Ernesto contra su piel, mientras desabotonaba su camisa con dedos que, por primera vez, temblaban.
Eber lo atrajo hacia sí, enterrando los dedos en su pelo.
—No podrías, aunque lo intentaras.
Y entonces ya no hubo más palabras, solo jadeos entrecortados y caricias que pretendían ser suaves pero se volvían urgentes, desesperadas. Como si esta fuera la última noche del mundo.
Después, cuando el alba empezara a teñir el cielo, tendrían que enfrentar a Damián. Tendrían que decidir si el amor que compartían era suficiente para soportar las sombras que crecían entre ellos.
Pero por ahora, en la penumbra de la cabaña, solo existía esto:
Piel contra piel. Corazón contra corazón. Un refugio perfecto, efímero, antes de la tormenta.