La luna llena se aferraba al cielo como una moneda de plata sobre terciopelo negro cuando Eber y Ernesto llegaron al festival. Después de la intimidad frágil y dulce que habían compartido en la cabaña - esos momentos robados al tiempo donde sólo existían sus cuerpos entrelazados y sus almas desnudas - el bullicio del pueblo les golpeó como un muro. Las antorchas clavadas en la tierra dibujaban círculos de luz temblorosa donde bailaban sombras alargadas, y el olor a pólvora y miel fermentada se mezclaba con el perfume pesado de cientos de lirios recién cortados.
Eber sintió que las cicatrices en su espalda le ardían. Recordaba demasiado bien cómo su padre - no, Damián, nunca su verdadero padre - solía hablar de esta noche. "Cuando los lirios beben la luna", decía con esa sonrisa que mostraba demasiados dientes, "hasta las almas más puras muestran su podredumbre". Ahora entendía por qué Marta lo había escondido siempre, por qué Gema le contaba historias de terror para mantenerlo alejado de las ventanas cuando llegaba esta fecha.
Ernesto, a su lado, llevaba los nudillos blancos de apretar tanto el cuchillo de Gema escondido bajo su capa. "No deberíamos estar aquí", murmuró, pero Eber sabía que era una mentira necesaria. Después de encontrar el diario de Marta, después de descubrir la verdad sobre su sangre, necesitaban respuestas. Y el festival, con sus máscaras y sus secretos, era el lugar perfecto para buscarlas.
Gema los encontró junto al puesto de licores, donde los aldeanos bebían aguardiente teñido de morado con jugo de moras. "Te dije que no vinieras", le susurró a Eber mientras le ofrecía una copa. Pero era demasiado tarde para retroceder. Las mujeres del pueblo trenzaban coronas con lirios blancos, sumergiéndolas después en tinas de agua oscura donde las flores absorbían el tinte hasta volverse negras como la noche sin estrellas.
"¿Por qué los tiñen?", preguntó Eber, aunque algo en su pecho ya conocía la respuesta.
Gema miró hacia donde los niños bailaban con máscaras de corteza de abedul. "Porque los lirios negros son la única flor que crece donde ha corrido sangre", dijo finalmente. "Es la tradición. Cada corona lleva el nombre de un difunto. O de un condenado."
El aire se le hizo espeso en los pulmones a Eber. Recordó el círculo de lirios en el bosque, el libro manchado, la página arrancada con el poema de Ernesto. Sintió que alguien lo observaba, esa sensación familiar de piel de gallina y nuca erizada que sólo le provocaba una persona.
Cuando metió la mano en el bolsillo de su abrigo, encontró el lirio. Negro, perfecto, con el tallo aún húmedo de savia. No necesitó mirar alrededor para saber que Damián estaba allí, entre la multitud, observándolo desde detrás de alguna máscara sonriente.
Ernesto lo agarró del brazo cuando vio la flor. "Tenemos que irnos", dijo, pero Eber negó con la cabeza. El miedo se le había transformado en otra cosa, en esa rabia fría que sólo conocen los que han sido acorralados demasiadas veces.
"Él quiere que corramos", murmuró Eber, apretando el lirio hasta que sus espinas invisibles le perforaron la piel. "Pero esta vez no lo haremos."
En ese momento, la música cesó. Un susurro recorrió la plaza como un viento maldito. Y Eber supo, con esa certeza que precede a las tormentas, que la cacería final había comenzado.