La cabaña olía a madera podrida y a algo más dulce, como fruta dejada al sol demasiado tiempo. Eber empujó la puerta con el hombro, sintiendo cómo las bisagras oxidadas gemían como un animal herido. Después del festival, después de encontrar aquel lirio negro en su bolsillo, necesitaban respuestas. Y algo les decía que Damián las había dejado allí, como un cazador que deja migas para llevar a su presa directamente a la trampa.
Ernesto entró primero, el cuchillo de Gema brillando bajo la luz mortecina que se filtraba por las tablas rotas. El interior estaba vacío, salvo por una mesa de madera carcomida y un colchón sucio en el rincón, manchado con algo oscuro que Eber prefirió no identificar.
—Mira —murmuró Ernesto, señalando hacia un sobre blanco posado sobre la mesa, como si alguien lo hubiera colocado allí minutos antes.
Eber lo tomó con dedos que apenas temblaban. El papel era grueso, costoso, el tipo de papel que usaba su madre para escribir sus poemas. Pero la letra no era la de Marta. Era angulosa, violenta, como si las palabras hubieran sido talladas en lugar de escritas.
"Querido Eber," decía la carta.
"No quiero matarte. Nunca lo quise."
El aire se le heló en los pulmones.
"Sólo quiero purificarte. Limpiarte de ella, de sus mentiras, de su sangre débil. Cuando termine, serás libre. Como debiste ser desde el principio."
Ernesto arrancó el papel de sus manos antes de que pudiera seguir leyendo, pero fue entonces cuando vieron lo que había caído al suelo: un dibujo.
Eber adulto, desnudo, de pie en un círculo de lirios negros. Pero lo peor no era eso.
Eran las alas.
Enormes, hermosas, hechas de pétalos de lirio entretejidos como plumas. Y rotas. Sangrantes. Arrancadas a jirones de su espalda como si alguien las hubiera desgarrado a propósito.
—Dios... —Ernesto lo agarró del brazo, pero Eber apenas lo sintió.
Porque al fondo del dibujo, escrito en letras pequeñas y meticulosas, había una sola palabra:
"Pronto."
Y entonces lo entendieron.
Damián no quería un hijo.
Quería un ángel al que destrozar.
El dibujo temblaba entre las manos de Eber cuando regresaron al pueblo. Las calles estaban vacías, el festival había terminado, pero el olor a lirios negros aún colgaba en el aire como un presagio. Necesitaban encontrar a Gema. Ella era la única que podía descifrar las grotescas intenciones de Damián.
La encontraron en el porche trasero de su casa, con una botella de aguardiente vacía y los ojos vidriosos. Al verlos, soltó una risa amarga que terminó en un sollozo.
—¿Lo encontraron? ¿La carta? —preguntó, como si ya lo supiera.
Ernesto arrojó el dibujo sobre la mesa de madera. Gema lo miró y se llevó una mano a la boca.
—Dios mío… —susurró—. Es peor de lo que pensé.
—¿Qué significa esto, Gema? —exigió Eber, golpeando el papel con el dedo—. ¿Por qué demonios quiere "purificarme"?
El silencio que siguió fue tan espeso que Eber pudo escuchar el sonido de sus propias venas latiendo. Gema tomó un trago imaginario de la botella vacía antes de hablar.
—Porque no eres el primero —dijo finalmente, mirando a Eber con unos ojos que de pronto parecían décadas más viejos—. Yo tenía doce años cuando empezó.
El mundo se detuvo.
—¿Qué? —Ernesto fue el primero en reaccionar, pero Eber no podía moverse. No podía respirar.
Gema se arrancó la bufanda del cuello, revelando una cicatriz gruesa y pálida que serpenteaba desde su clavícula hasta detrás de la oreja.
—Decía que me estaba "preparando". Que el dolor era necesario para ser pura —una lágrima le resbaló por la mejilla, pero la limpió con rabia—. El día que te fuiste del pueblo, Eber… no fue tu padre quien te lo sugirió. Fui yo. Le robé dinero a Damián, te compré el pasaje y te dije que corrieras. Porque si no… —tragó saliva—. Tú eras siguiente.
Eber sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Cada recuerdo de su infancia, cada pesadilla, cada vez que había maldecido a su "padre" por abandonarlo… todo era mentira.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? —su voz sonó como un cristal roto.
—¡Porque te habrías quedado! —gritó Gema, derrumbándose—. Y él te habría destrozado como intentó destrozarme a mí.
Ernesto se acercó a Eber, pero este lo detuvo con un gesto. Necesitaba estar solo. Necesitaba…
—Todo este tiempo pensé que mi dolor era mío —murmuró Eber, mirando el dibujo de sus alas rotas—. Pero era tuyo también.
Gema se levantó tambaleándose y lo abrazó con una fuerza desesperada. Eber no pudo evitar notar que, por primera vez en su vida, no se sentía solo en su sufrimiento.
Y eso, de alguna manera, lo aterrorizaba más que cualquier carta de Damián.
Gema soltó el dibujo como si le quemara los dedos. El papel aterrizó sobre la mesa de madera, mostrando esas alas grotescas hechas de pétalos rotos. Eber podía ver cómo su respiración se aceleraba, cómo sus ojos - normalmente tan llenos de ironía y fuerza - se nublaban con recuerdos que habían permanecido enterrados demasiado tiempo.
"Fue después de la muerte de mamá", comenzó Gema, su voz tan frágil como el cristal de la botella vacía que rodaba sobre la mesa. "Tú tenías apenas seis años, Eber. Yo doce. Damián dijo que nos iba a 'cuidar'."
Una risa amarga le escapó de los labios mientras sus dedos acariciaban involuntariamente la cicatriz en su cuello.
"La primera vez fue en el granero. Me dijo que me estaba 'iniciando en los misterios de la vida', que el dolor era solo temporal pero la pureza sería eterna." Sus uñas se clavaron en la madera de la mesa. "Usaba guantes de cuero. Siempre guantes. Como si eso lo hiciera menos monstruoso."
Eber sintió cómo el estómago se le retorcía. Vio en su mente a aquella niña de doce años - la hermana que siempre lo había protegido - sometiéndose al mismo monstruo que lo había perseguido en sus pesadillas.