La tormenta rugía contra las paredes de la casa como un animal herido, sacudiendo los postigos y colando gotas heladas por las rendijas de las ventanas. Eber observaba el fuego en la chimenea, donde las llamas devoraban lentamente una página arrancada del diario de Marta. Después de las confesiones de Gema, después de saber que su hermana había cargado con ese dolor en silencio para protegerlo, necesitaba algo tangible, algo que le recordara que su madre había existido, que su amor no había sido solo un sueño.
Gema dormía en el sofá, agotada por el alcohol y los recuerdos, mientras Ernesto vigilaba las ventanas con el cuchillo en la mano. Damián estaba cerca, lo sabían. El lirio negro, la carta, el dibujo de las alas rotas... todo era una cuenta regresiva hacia algo que ninguno de ellos podía nombrar.
—Voy a revisar el ático —murmuró Eber, levantándose con movimientos lentos, como si cada músculo le pesara más de lo normal.
Ernesto asintió sin apartar los ojos de la ventana. "Ten cuidado", fue todo lo que dijo.
Las escaleras crujieron bajo sus pies mientras ascendía, cada peldaño un esfuerzo. El ático estaba oscuro, lleno de cajas polvorientas y muebles viejos cubiertos con sábanas amarillentas. Pero algo llamó su atención: un baúl pequeño, escondido detrás de una pila de libros.
Al abrirlo, el olor lo golpeó primero: lavanda y algo más, ese perfume único que solo llevaba Marta. Dentro, cuidadosamente dobladas, estaban las ropas. Pequeñas. De niño.
Un jersey azul marino con un agujero en el codo. Unos pantalones cortos con manchas de pintura. Y, en el fondo, una bufanda de lana roja, tejida de forma desigual, como si quien la hubiera hecho estuviera aprendiendo.
Eber la tomó con manos temblorosas. Recordó a su madre riendo mientras intentaba tejer, maldiciendo cuando se equivocaba, envolviéndolo en ella antes de mandarlo a la escuela. "Para que no olvides que te quiero", le decía.
Y entonces, por primera vez en años, Eber lloró.
No fueron lágrimas silenciosas, sino sollozos que le sacudieron el pecho, que le quemaron la garganta, que lo dejaron sin aire. Se envolvió en la bufanda como si pudiera absorber el calor de su madre a través de la lana, como si pudiera volver atrás y salvarla, salvarlos a todos.
No escuchó a Ernesto subir las escaleras, ni sintió su mano en su hombro hasta que ya estaba allí, firme y cálida.
—Ella te amó —susurró Ernesto, arrodillándose a su lado—. Y ahora nos tenemos a nosotros.
Eber alzó la vista, todavía con la bufanda apretada contra el rostro. Fuera, el viento aullaba, pero por primera vez en mucho tiempo, no le dio miedo.
Porque ahora sabía por qué luchaba.
La bufanda de Marta aún conservaba el olor a lavanda cuando Eber la dejó caer sobre la mesa. Fuera, la tormenta azotaba los árboles con furia, pero dentro de la cabaña solo existía un silencio denso y deliberado. Gema dormitaba en el rincón, agotada por el llanto. Ernesto observaba el fuego, sus ojos reflejando llamas que no lograban calentar el vacío entre ellos.
Eber no podía hablar. Las palabras se habían convertido en algo pesado y peligroso, como cuchillos mal envueltos en un pañuelo. Así que se levantó en silencio, tomó un trozo de carbón de la chimenea y se acercó a la pared más desnuda de la cabaña.
La primera línea surgió torpe, como si sus dedos hubieran olvidado cómo plasmar el dolor:
"No somos lo que nos hicieron,
pero llevamos sus marcas como tatuajes en el alma.
Tú con tus cicatrices visibles,
yo con las mías escondidas bajo versos.
El lobo dice que quiere purificarnos,
pero solo sabe manchar con sangre
lo que ya estaba limpio.
¿Cuánto dolor cabe en un cuerpo
antes de que deje de ser nuestro?"
El carbón crujió bajo la presión de sus dedos al terminar. Eber retrocedió, contemplando las palabras que ahora latían en la madera como un corazón expuesto. No firmó. No hizo falta.
Horas más tarde, cuando el fuego se había reducido a brasas y Gema respiraba profundamente en su sueño agotado, Eber vio a Ernesto levantarse y acercarse a la pared. Observó cómo su amante leía el poema, cómo sus hombros se tensaban al llegar al final.
Entonces Ernesto hizo algo que detuvo el aire en los pulmones de Eber: se llevó el cuchillo de Gema a la palma de la mano y lo presionó hasta que la sangre brotó oscura y espesa. Con el dedo índice manchado, añadió una sola línea bajo el poema:
"Todo. Pero sigue siendo tuyo. Y mío."
La gota de sangre resbaló por la pared como una lágrima. Eber extendió la mano y la atrapó con la yema del dedo antes de que llegara al suelo.
No hicieron falta más palabras esa noche.
El amanecer encontró a Gema despierta antes que los demás, con los ojos hinchados y esa claridad dolorosa que sigue a la borrachera y las confesiones. El primer rayo de sol filtrándose por las rendijas de la cabaña iluminó lo que Eber y Ernesto habían dejado en la pared.
Se acercó como quien se aproxima a un animal herido, sus dedos temblando al seguir las líneas del poema escrito con carbón. Cuando llegó a la última frase - esa declaración sanguinolenta escrita con el dedo de Ernesto - se llevó la mano a la boca. No por horror, sino por el reconocimiento instantáneo de lo que significaba:
Ellos ya habían elegido luchar.
Gema giró hacia donde dormían entrelazados en el suelo, Eber aferrado a la bufanda roja de Marta, Ernesto con el brazo protector sobre su pecho como un escudo humano. No los despertó. Había cosas que el día debía mostrarles por sí mismo.
Abrió la puerta y el espectáculo la paralizó.
Doce cuervos muertos.
Dispuestos en un círculo perfecto, con las alas extendidas como si hubieran caído en pleno vuelo. El rocío de la mañana brillaba sobre sus plumas negras, convirtiendo el macabro mosaico en algo casi hermoso. Pero lo peor no era su muerte, sino el detalle que los unía: