El círculo de cuervos muertos seguía intacto en el patio, un recordatorio mudo de que Damián podía llegar hasta ellos en cualquier momento. Gema observaba la escena desde la ventana, los dedos aferrados al alféizar como si temiera que el suelo cediera bajo sus pies.
—No podemos esperar a que actúe —dijo, volviéndose hacia Eber y Ernesto—. Hay que protegernos.
Ernesto arqueó una ceja mientras limpiaba el cuchillo con un trapo manchado de sangre seca.
—¿Y cómo piensas hacer eso?
Gema se dirigió al baúl donde guardaba las pertenencias de Marta. De lo más profundo sacó un espejo ovalado con el marco de plata deslustrada.
—La tradición dice que los espejos atrapan almas —explicó, pasando un dedo sobre el cristal empañado—. Si los rompes en luna llena, puedes sellar un espacio contra el mal.
Eber sintió un escalofrío. Recordaba vagamente a su madre murmurando sobre esto cuando era niño, pero Damián siempre lo había ridiculizado.
—¿Funcionó para Marta? —preguntó, sin poder evitarlo.
El silencio de Gema fue respuesta suficiente.
El ritual comenzó al caer la noche.
Gema dibujó un círculo de sal en el suelo de la cabaña y colocó siete velas negras alrededor. Eber y Ernesto siguieron sus instrucciones en silencio, colocando espejos pequeños en cada punto cardinal. El aire olía a cera derretida y a hierbas amargas que Gema había quemado en un cuenco de cerámica.
—Cuando yo lo diga, romperemos el espejo principal —anunció Gema, colocando el ovalado en el centro del círculo—. Los pedazos deben caer dentro del perímetro de sal.
Ernesto asintió, pero Eber notó cómo su mano derecha no se alejaba del cuchillo.
—Ahora —susurró Gema.
Los tres golpearon el espejo al mismo tiempo. El cristal estalló en una docena de fragmentos que cayeran como lágrimas congeladas. Por un segundo, todo fue silencio.
Entonces Eber lo vio.
En el pedazo más grande del espejo roto, el reflejo no era el suyo.
Damián estaba allí, justo detrás de ellos en el reflejo, sonriendo con esos dientes que Eber conocía demasiado bien.
Gema gritó. Ernesto se giró con el cuchillo en alto, pero no había nadie. Solo la cabaña vacía y los fragmentos de espejo brillando como ojos en la penumbra.
—¿Lo vieron? —jadeó Eber, apartándose del círculo de sal como si le hubiera quemado.
—Estaba aquí —murmuró Gema, palideciendo—. En el reflejo, pero... no en la habitación.
Ernesto recogió el trozo de espejo donde habían visto la imagen. Ahora solo mostraba su propio rostro demacrado.
—¿Presagio? ¿Alucinación? —preguntó, aunque su voz sonaba demasiado tensa para ser casual.
Gema se llevó una mano a la cicatriz del cuello.
—O los túneles —susurró—. Los que usaban los contrabandistas. Damián los conoce todos.
Eber miró hacia las sombras en los rincones de la cabaña, de repente demasiado consciente de cada crujido del piso de madera. ¿Cuántas veces había estado Damián ya aquí, observándolos desde las tinieblas mientras ellos creían estar a salvo?
El círculo de sal ya no parecía protección, sino una burla.
El reflejo de Damián en el espejo roto persiguió a Eber hasta el sueño.
Se encontró de pie en el molino abandonado, pero algo era distinto: las paredes estaban cubiertas por esos versos que nunca se atrevió a escribir, palabras que goteaban como sangre fresca sobre la madera podrida. Ernesto estaba allí, pero no lo veía, no podía oírlo, por más que Eber gritara su nombre.
De pronto sintió el dolor. Agudo. Cegador.
Miró sobre su hombro y las vio: unas alas inmensas hechas de pétalos de lirio, como en el dibujo de Damián, pero estas estaban intactas, gloriosas, unidas a su espalda por finas hebras de algo que brillaba como hilo de plata.
—Purificación —susurró la voz de Damián en su oído, cálida como el aliento de un lobo—. Así duele volar.
Las manos de su padre (no, su verdugo) se cerraron sobre las alas y comenzaron a arrancarlas metódicamente, una pluma a la vez. Eber gritó, pero el sonido se transformó en versos que salían de su boca y caían al suelo, muertos antes de tocar la tierra.