En el rincón, Ernesto finalmente lo vio. Corrió hacia él, pero con cada paso que daba, su piel se volvía más transparente. Para cuando llegó, ya era solo un fantasma de niebla y dolor.
—Todo lo que tocas muere —dijo Damián mientras le arrancaba la última pluma—. Primero tu madre. Ahora él.
Eber se despertó ahogando un grito, las sábanas empapadas de sudor frío.
La cabaña estaba en silencio. Gema dormía junto a las brasas del fuego. Pero Ernesto, siempre alerta, ya estaba mirándolo desde su puesto junto a la ventana.
—¿El espejo? —preguntó en voz baja.
Eber negó con la cabeza, incapaz de articular lo que había visto. Se tocó la espalda, casi esperando encontrar los restos de aquellas alas imaginarias.
—No es solo que pueda entrar —murmuró al fin—. Es que ya estamos dentro de su juego. Y las reglas son suyas.
Ernesto cruzó la habitación en dos pasos y lo abrazó con una ferocidad que casi lastimó. Eber sintió el filo del cuchillo entre sus costillas, pegado al cinturón de Ernesto, y por primera vez, ese contacto no lo reconfortó.
Porque en el sueño, cuando Damián terminó de arrancarle las alas, Eber había visto algo más:
El cuchillo de Ernesto clavado en su propio corazón.
Y lo peor era que, en ese momento onírico, le había parecido un final justo.
El primer rayo del amanecer se filtraba por las grietas de la cabaña cuando Eber sintió las manos de Ernesto en sus hombros, torpes y urgentes a la vez. No hubo palabras. No las necesitaban. El miedo a lo que vendría les había quitado el aliento, pero no esto, nunca esto.
Ernesto lo empujó contra la pared donde horas antes habían escrito su poema de sangre y carbón. Ahora las palabras quedaban ocultas por sus cuerpos, el "todo" y el "tuyo" y el "mío" marcándose en la piel de Eber como un eco.
—Todavía estoy aquí —murmuró Ernesto contra su boca, como si quisiera convencerse a sí mismo—. No ese fantasma de tu sueño.
Eber le mordió el labio inferior, saboreando el hierro, recordando que estaban vivos. Que Damián no había ganado. No todavía.
Se dejaron caer sobre el colchón de paja cerca de la chimenea, donde las cenizas del ritual seguían calientes. Ernesto lo desvistió con manos que temblaban, no de miedo, sino de esa furia contenida que los había mantenido con vida hasta ahora. Cuando Eber arqueó la espalda al sentir sus dientes en el cuello, su cicatriz más antigua rozó la bufanda de Marta, abandonada en el suelo.
Era un contraste brutal: la lana roja tejida con amor, las marcas que el odio les había dejado, y esto, este fuego entre ellos que no era ni una cosa ni la otra, sino algo más antiguo y salvaje.
Ernesto lo tomó como si fuera la última vez. Quizá lo fuera.
—Si no salgo de esos túneles —jadeó Eber después, cuando el alba los encontró entrelazados—, quema mis poemas.
Ernesto no respondió con palabras. Le clavó los dedos en las caderas con suficiente fuerza para dejar moretones que durarían días. Una promesa. Una maldición. Un "no te dejaré ir" escrito en el único lenguaje que les quedaba.
Gema los encontró así: Eber dormitando sobre el pecho de Ernesto, los dedos de este último enredados en la bufanda roja como si fuera un talismán.
—Los túneles —dijo simplemente, y fue suficiente.
Se vistieron en silencio. Ernesto afiló el cuchillo. Eber dobló la bufanda y la guardó sobre su corazón.
El sueño de las alas rotas seguía allí, en el fondo de sus pupilas, pero ahora tenían algo que Damián no había calculado:
Esta rabia tranquila de quienes ya no temen perder.
La bufanda roja de Marta se resistía entre los dedos de Eber cuando algo crujió bajo sus yemas. Un pliegue extraño en el forro que nunca antes había notado. Con manos que temblaban levemente, insertó el dedo índice y sintió el papel.
—Espera —susurró, deteniendo a Ernesto justo cuando este se disponía a abrir la trampilla de los túneles.
El trozo de pergamino estaba amarillento por el tiempo, pero la caligrafía era inconfundible: esos trazos elegantes y redondeados que Eber había visto en los pocos poemas de Luciano Flores que conservaba la biblioteca del pueblo.
"Cuidado con el hombre que lleva piel de lobo,
porque un día fue pastor como tú y como yo.
Pero la noche es larga y el invierno cruel,
y hay amores que exigen dientes donde hubo piel.
No juzgues sus colmillos sin contar sus heridas,
no condenes su hambre si no has conocido la nieve vacía.
Pues hasta el mejor hombre, cuando pierde su luz,
puede elegir ser fiera...
¿Tú qué hubieras elegado tú?"
El último verso estaba incompleto, como si Luciano hubiera sido interrumpido. O como si no hubiera encontrado la respuesta.
—Mierda —Ernesto arrancó el poema de sus manos y lo escaneó con ojos de cazador—. Esto lo cambia todo.
Gema, que estaba revisando las provisiones, se acercó con el ceño fruncido. Al leerlo, palideció.
—Luciano lo escribió después de que Damián lo amenazara por primera vez —susurró—. Marta me lo contó. Tu padre... tu verdadero padre, intentó razonar con él.
Eber sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Las palabras danzaban frente a sus ojos, transformándose en espejos deformantes. Porque si Luciano había visto al lobo en Damián cuando aún era solo un hombre...
—¿Y si la bestia no nace? —murmuró Eber, mirándose las manos—. ¿Y si se hace?
Ernesto lo agarró por los hombros, pero esta vez no fue un gesto de consuelo, sino de urgencia casi violenta.
—Escúchame bien. Tú no eres él. Yo no te dejaré ser él.
Pero Eber ya estaba mirando hacia la trampilla que conducía a los túneles, imaginando a Damián esperándolos en la oscuridad.
Y por primera vez, se preguntó si al final de ese camino no habría dos lobos frente a frente.