El vestido colgaba como un fantasma entre las manos de Gema. Eber pensó en todas las veces que Damián había manipulado su dolor, sus miedos, su amor por Marta. ¿Qué lo separaba a él de convertirse en lo mismo si usaba este truco sucio?
Pero entonces recordó el poema de Luciano. "¿Tú qué hubieras elegido tú?"
—Dame el vestido —dijo al fin, extendiendo la mano—. Pero no para engañarlo.
—¿Entonces?
—Para recordarle que ella lo eligió a él... y mira cómo terminó.
Gema sonrió, pero no era una sonrisa bonita. Era la sonrisa de alguien que finalmente ve justicia en el horizonte.
Mientras Eber se ponía el vestido de Marta —ajustado en los hombros, demasiado corto—, el viento golpeó las ventanas como un presagio.
Damián los esperaba en el molino.
Y ahora, por primera vez, sería él quien llevaría los fantasmas a la batalla.
El agua del río seguía goteando de las ropas de Eber cuando regresaron a la cabaña. Gema los esperaba en la puerta, sus ojos saltando inmediatamente a la herida de Eber y luego al cuaderno que asomaba bajo su camisa empapada.
—Encontraron algo —afirmó, no preguntó.
Ernesto le mostró la bala de plata. Gema palideció, pero no pareció sorprendida.
—Mamá juró que nunca la usaría —susurró, tocando el metal con reverencia—. Decía que algunos monstruos merecen ser recordados como humanos.
Eber dejó escapar una risa amarga mientras exprimía su camisa sobre el fuego. El agua silbó al evaporarse.
—Damián perdió ese derecho hace mucho.
Gema los observó en silencio mientras se secaban. Luego, con la voz más suave que Eber le había escuchado en años, soltó la bomba:
—Él la ve. A mamá. En las noches de luna llena, habla con ella como si estuviera viva.
Ernesto dejó de frotar su cuchillo.
—¿Alucinaciones?
—O culpa —Gema se acercó al baúl de Marta y sacó un vestido azul pálido, casi gris por el tiempo—. Podríamos usarlo. Eber se parece mucho a ella... sobre todo cuando el sol no ha salido todavía.
El aire se espesó. Eber sintió cómo el vestido en manos de Gema se convertía en algo más que tela: era un arma. Una cruel. Una que Damián mismo les había enseñado a usar.
—¿Estás sugiriendo que me vista como mi madre para engañarlo? —preguntó Eber, sintiendo un nudo de asco en la garganta.
Gema no bajó la mirada.
—Estoy sugiriendo que uses su propia locura contra él. Como hizo con nosotros.
Ernesto se interpuso entre ellos, pero Eber lo detuvo con un gesto.
El vestido colgaba como un fantasma entre las manos de Gema. Eber pensó en todas las veces que Damián había manipulado su dolor, sus miedos, su amor por Marta. ¿Qué lo separaba a él de convertirse en lo mismo si usaba este truco sucio?
Pero entonces recordó el poema de Luciano. "¿Tú qué hubieras elegido tú?"
—Dame el vestido —dijo al fin, extendiendo la mano—. Pero no para engañarlo.
—¿Entonces?
—Para recordarle que ella lo eligió a él... y mira cómo terminó.
Gema sonrió, pero no era una sonrisa bonita. Era la sonrisa de alguien que finalmente ve justicia en el horizonte.
Mientras Eber se ponía el vestido de Marta —ajustado en los hombros, demasiado corto—, el viento golpeó las ventanas como un presagio.
Damián los esperaba en el molino.
Y ahora, por primera vez, sería él quien llevaría los fantasmas a la batalla.