Lirios bajo la Luna

Capítulo 25

El amanecer encontró a Eber de pie frente al espejo de la cabaña, trazando con los dedos los contornos de su propio rostro. Buscaba en sus facciones algún rastro del hermano que nunca conoció. Detrás de él, Ernesto afilaba el cuchillo con movimientos precisos, cada pasada de la piedra sonando como una cuenta regresiva.

- Deberíamos ir al molino - gruñó Ernesto por décima vez esa mañana.
- No - Eber cerró el cuaderno de Luciano con un golpe seco - Tenemos que encontrar a...

Un golpe en la puerta los paralizó.

No fue el toque tímido de un aldeano. Fue un impacto seco, calculado, como quien ya no tiene paciencia para esperar.

Cuando Eber abrió la puerta, el hombre que estaba al otro lado era su reflejo distorsionado: mismos ojos verdes, misma boca fina, pero donde Eber tenía cicatrices, él llevaba tatuajes de tinta negra que formaban versos.

- Hola, hermano - susurró el extraño, haciendo girar entre sus dedos un reloj de plata antiguo - Llegué tarde para el funeral de nuestro padre. Pero traje flores.

Abrió la mano izquierda. En la palma reposaban tres pétalos de lirio negro, aún húmedos de rocío.

El relojero-poeta

Se llamaba Iván. Iván Flores, aunque Damián le había enseñado a odiar ese apellido. Mientras Gema dormitaba atormentada por la fiebre en la habitación contigua, el recién llegado recitó su historia en versos perfectamente medidos:

"Me crió entre tinta y cuchillos,
enseñándome que los versos
son jaulas para almas débiles.
Tú te fuiste con tu bufanda,
yo me quedé con su reloj...
¿Quién de los dos lleva su veneno
mejor grabado en la piel?"

Ernesto no apartaba la mano del cuchillo, pero Eber notó algo más peligroso que mentiras en los ojos de Iván: una verdad a medias, dolorosa como el mecanismo oxidado del reloj que ahora abría sobre la mesa.

Dentro, donde deberían estar los engranajes, había un puñado de cenizas grises.

- Marta nunca te quiso - dijo Iván, observando cómo Eber retrocedía - Damián me lo repitió cada noche. Que ella murió maldiciendo tu nombre. Que dejó estas cenizas para que yo las guardara... hasta el día en que pudiera usarlas contra ti.

El reloj no marcaba la hora. Las manecillas giraban al revés, y cada vez que completaban un círculo, Gema gemía en sueños como si alguien la apuñalara.

- Es un dispositivo de tortura - comprendió Eber, mirando cómo las cenizas de su madre vibraban con cada tic tac - No vienes a vengar a Damián. Vienes a completar su ritual.

Iván sonrió, mostrando dientes afilados.

- ¿Sabes qué pasa cuando el reloj da la medianoche, hermanito? Las cenizas cantan. Y dicen tu nombre.

Ernesto se abalanzó, pero fue Gema, despertando de pronto, quien lanzó el grito que lo detuvo:

- ¡Es mentira! Las cenizas no son de mamá - tosió, señalando el reloj con dedo tembloroso - Son de los otros. De los que Damián quemó antes que a ella. ¡El reloj es su trofeo!

Iván palideció. Por primera vez, sus versos perfectos se quebraron.

Y entonces Eber entendió: su hermano no era el verdugo. Era otra víctima, tan engañada como ellos.



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Editado: 29.06.2025

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