El reloj de plata seguía su cuenta regresiva sobre la mesa de madera, sus manecillas girando hacia atrás con un tic-tac que resonaba como latidos de un corazón enfermo. Eber observaba las cenizas en su interior, que se agitaban cada vez que la manecilla de los minutos pasaba sobre ellas, como si alguien las respirara desde el pasado.
—No es solo un reloj— dijo Iván, rompiendo el silencio. Su voz, antes llena de versos calculados, ahora sonaba quebrada. —Es un diario.
Ernesto apretó el cuchillo, pero Eber lo detuvo con un gesto. Algo en los ojos de su hermano —ese brillo de dolor enterrado bajo los tatuajes de tinta— le decía que, por primera vez, estaba escuchando la verdad.
—Damián me lo dio el día que cumplí doce años —continuó Iván, pasando un dedo por el cristal empañado—. Me dijo que dentro estaba el único recuerdo puro de nuestra madre.
—Mentira —escupió Gema, todavía débil pero con la voz cargada de rabia—. Mamá odiaba los relojes. Decía que el tiempo era una prisión.
Iván cerró los ojos, como si las palabras de Gema le quemaran.
—Lo sé ahora.
Con manos temblorosas, Iván deslizó un pequeño mecanismo oculto en el lateral del reloj. El cristal se levantó con un clic, liberando un olor a azufre y rosas secas. Las cenizas se arremolinaron, revelando algo que había estado escondido bajo ellas:
Una llave diminuta.
—No son cenizas humanas —susurró Eber, entendiendo de pronto—. Son páginas quemadas.
Iván asintió.
—De los cuadernos de Luciano. Damián los quemó uno por uno, guardando las cenizas aquí. Pero esta... —señaló la llave— era lo que realmente quería esconder.
Gema se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con fiebre y revelación.
—La llave del molino.
La historia de Iván salió a borbotones, como sangre de una herida mal cerrada:
- Damián lo había criado en una cabaña oculta entre los pantanos, donde el aire era tan denso que los lirios negros crecían sin necesidad de sol.
- Le enseñó que Eber y Gema lo habían abandonado, que Marta lo había maldecido antes de morir.
- El reloj era su penitencia. Cada vez que Iván fallaba en sus lecciones, Damián lo obligaba a tragar una pizca de ceniza. "Para que lleves dentro a los que traicionaron esta familia", le decía.
—Pero hay algo más —Iván giró el reloj, mostrando una inscripción en la parte inferior, casi borrada por el tiempo:
"Para mi hijo, en el día que recuerde quién es."
—Es la letra de Luciano —jadeó Eber, tocando las letras con reverencia—. Este reloj... nunca fue de Damián.
El tic-tac del reloj se aceleró de pronto, como si algo hubiera sido desencadenado. Las cenizas se arremolinaron violentamente, formando figuras fugaces: una mujer corriendo, un hombre con un cuchillo, un niño escondido bajo las tablas del molino.
—Se está acabando el tiempo —murmuró Ernesto, mirando hacia la ventana, donde los primeros rayos del atardecer teñían el cielo de rojo—. Damián sabe que lo tenemos.
Iván cerró el reloj con un golpe seco.
—No es Damián el que debemos temer —dijo, mirando directamente a Eber—. Es lo que él encerró en el molino. Lo que realmente mató a nuestra madre.
Gema dejó escapar un grito ahogado. En la palma de su mano, donde había tocado el reloj por un instante, un lirio negro comenzaba a florecer bajo su piel.