Lirios bajo la Luna

Capítulo 28

El molino se alzaba ante ellos como un gigante herido, sus maderas podridas retorciéndose bajo el peso de los años y de algo más, algo que hacía que el aire oliera a tierra revuelta y metal oxidado. Eber apretó la llave en su puño, sintiendo su filo morderle la piel.

—No hay luz dentro— musitó Ernesto, escudriñando las ventanas rotas que parecían ojos ciegos.

—No la necesita.— respondió Iván, con una voz tan fría que Eber dudó por primera vez si realmente estaban siguiendo al mismo hombre que minutos antes se había quebrado ante el recuerdo de Luciano.

El viento sopló, llevándose consigo el susurro de hojas secas y algo más: un gemido bajo la tierra.

La llave encajó en la cerradura con un chirrido que resonó como un grito ahogado. Eber empujó la puerta, que cedió con un quejido lastimero, revelando una oscuridad tan densa que pareció derramarse hacia ellos, como agua negra.

El interior olía a humedad y a sangre vieja.

Ernesto encendió su linterna, y el haz de luz cortó la penumbra, iluminando lo que parecía ser el taller de un relojero enloquecido:

- Muros cubiertos de engranajes oxidados, algunos tan grandes como cabezas humanas, otros diminutos como uñas.
- Mesa de trabajo con herramientas manchadas de un líquido oscuro (¿sangre? ¿savia de lirio?).
- Y en el centro, un círculo de tablas levantadas, como si alguien hubiera cavado un hoyo y luego lo hubiera tapado a toda prisa.

—Aquí— Eber señaló el suelo perturbado, sintiendo un tirón en su pecho, como si algo lo llamara desde abajo.

Iván se arrodilló, pasando los dedos por los bordes irregulares de las tablas.

—Alguien las levantó recientemente— dijo, y en ese momento, Eber lo vio: huellas de manos ensangrentadas en la madera.

Con un esfuerzo conjunto, removieron las tablas, revelando una escalera estrecha que se perdía en la oscuridad. El aire que subía era cálido, como el aliento de una bestia dormida.

— ¿Bajamos?— preguntó Ernesto, pero su voz sonó más como una afirmación que como una pregunta.

Antes de que alguien respondiera, el reloj de Iván empezó a sonar.

No el tic-tac habitual, sino un repique agudo, como una campana de iglesia distorsionada.

Y desde el fondo del hoyo, algo respondió.

Eber fue el primero en bajar, con la linterna temblando en su mano. Los peldaños crujieron bajo su peso, cada uno más caliente que el anterior, como si descendieran no hacia un sótano, sino a las entrañas de algo vivo.

Al final, encontraron una cámara circular, y en su centro...

Una cuna.

No una cuna cualquiera: hecha de ramas de lirio negro entrelazadas, con barrotes que se movían lentamente, como respirando. Y dentro, algo envuelto en tela de saco, del tamaño de un niño pequeño.

—No...— Iván retrocedió, golpeando contra la pared. Su reloj ahora vibraba con tal fuerza que parecía a punto de estallar.

Eber se acercó, extendiendo la mano hacia el bulto.

El saco se rasgó por sí solo, revelando un rostro.

Era Luciano.

O al menos, algo que lo había sido una vez.

Su piel estaba marchita como pergamino viejo, sus ojos cerrados, pero su boca se abrió para dejar escapar un susurro:

—Tarde... siempre demasiado tarde...

Entonces, el suelo tembló.

Las paredes de la cámara comenzaron a segregar una savia espesa y negra, mientras los lirios de la cuna se enroscaban alrededor de los tobillos de Eber, quemando a través de la tela de sus pantalones.

—¡Salgan!— gritó Ernesto, pero la escalera ya se estaba cerrando tras ellos, las tablas moviéndose como mandíbulas hambrientas.

En ese momento, los ojos de Luciano se abrieron.

No tenían pupilas, solo un vacío blanquecino que reflejaba el mismo lirio que crecía en la mano de Gema.

—Damián me prometió...— susurró, y su voz era el crujir de hojas secas, —que ustedes me reemplazarían.
El molino respiraba.

Eber lo sintió en cada vibración de las paredes, en el modo en que las tablas del suelo se contraían como costillas bajo sus pies. La savia negra brotaba de las grietas, trepando por sus botas con hambre de raíces.

—¡Las escaleras!— gritó Ernesto, arrancando su machete para cortar los tallos de lirio que se enroscaban en sus tobillos.

Pero ya era demasiado tarde.

Las tablas que habían levantado se cerraron con un golpe seco, sellándolos en la cámara. El único resquicio de luz era el tenue brillo de la linterna, que ahora parpadeaba como el corazón moribundo de una luciérnaga.

Luciano—o lo que quedaba de él—los observaba desde su cuna de ramas negras.

—Tú no eres mi padre— Eber logró articular, aunque cada palabra le quemaba la garganta.

Los labios secos de Luciano se retorcieron en algo que pudo haber sido una sonrisa.

—No. Pero él tampoco lo fue.

Un estruendo sacudió el techo.

Algo pesado había caído sobre las maderas del molino, seguido por una ráfaga de pasos apresurados.

—¡Eber!

La voz de Gema, distorsionada por el dolor y algo más—algo áspero, como si su garganta estuviera llena de espinas—, resonó desde arriba.

—¡No bajes! —rugió Eber, pero incluso mientras lo decía, supo que era inútil.

Las tablas cedieron bajo un nuevo impacto, y entonces la vio:

Gema, con el brazo derecho completamente cubierto por los lirios negros, como un guante de huesos florecidos. En su otra mano, sostenía el revólver de Ernesto, humeante.

Detrás de ella, tambaleándose, venía Damián.



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Editado: 29.06.2025

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