Lirios bajo la Luna

Capítulo 29

Damián no era el hombre que Eber recordaba.
Su traje impecable estaba desgarrado, y su rostro—siempre tan calculador—era ahora un mapa de venas negras que latían bajo su piel. En una mano llevaba otro reloj de plata, este tan destrozado que las manecillas se habían incrustado en su palma.
—Tú... —escupió Iván, avanzando hacia él, pero Damián ni siquiera lo miró.
Sus ojos estaban fijos en Luciano.
—Te di tiempo —dijo, y su voz era el crujido de un árbol a punto de caer—. Te di todo.
Luciano (¿era Luciano?) alzó una mano esquelética.
—Me diste mentiras. Como a ellos.
Gema se desplomó junto a Eber, jadeando. Los lirios habían comenzado a trepar por su cuello.
—Lo siento —murmuró—. Él me siguió.
Damián abrió su reloj con un movimiento brusco. En lugar de cenizas, había tierra negra en su interior.
—No entendéis nada —dijo, y entonces Eber lo vio: el reloj de Damián no iba hacia atrás.
Iba hacia adelante.
Demasiado rápido.
—El molino no es una prisión —continuó Damián—. Es un crisol.
Ernesto fue el primero en entenderlo.
—Está haciendo otro.
El suelo se abrió bajo sus pies.
Eber alcanzó a agarrar a Gema, pero los lirios que la cubrían se extendieron hacia él, clavándose en su piel como agujas.
—¡Suéltame! —gritó ella, pero Eber no lo hizo.
No esta vez.
En ese momento, Iván se lanzó hacia Damián.
No para atacarlo.
Para abrazarlo.
—Recuérdalo —susurró, y hundió el cuchillo que había robado de la mesa de trabajo en el estómago de Damián—. Recuérdalo todo.
La sangre de Damián no era roja.
Era negra.
Como la savia.
Como los lirios.
Como las páginas quemadas de Luciano.



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Editado: 29.06.2025

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